Ayer, por amplia mayoría, el Tribunal Constitucional (TC), determinó el cese del cargo de la hasta entonces senadora Isabel Allende. Esto, tras acoger los requerimientos del Partido Republicano y Chile Vamos, que pidieron a la magistratura establecer que la legisladora vulneró la prohibición constitucional de celebrar contratos con el Estado, tras firmar la fallida compraventa de la casa de su padre.

El hecho resulta inédito, puesto que es la primera vez en que la magistratura acoge requerimientos de este tipo, por además, hay una dimensión simbólica en el cese de Isabel Allende en su cargo. Ese último aspecto es parte de las observaciones del rector de la UDP, Carlos Peña, quien en una columna en El Mercurio, ahonda en los alcances de la determinación del TC, especialmente para quien fuera senadora y su legado familiar. El resultado de la decisión del tribunal lo califica como «bochornoso» para la familia Allende, y como una «herida inscrita en su memoria».

«Durante los últimos años, y especialmente como consecuencia de lo que pudiera llamarse el sentido común de la izquierda generacional, se expandió la idea que basta contar con una ventaja moral, real o supuesta, para que todo lo demás sea prescindible o pueda ser relativizado. En este caso, la ventaja moral parecía irredargüible y enfrentada a otras figuras, lo era; la fisionomía histórica del Presidente Allende como símbolo de los ideales nobles de la izquierda y de la arquitectura institucional que, con su último acto, Allende quiso salvaguardar», parte señalando Peña.

Añade que «haciendo pie en esa ventaja moral, se creyó que era posible saltarse las reglas, pasar por encima de los compromisos públicos e intergeneracionales que constan en la Constitución. Es casi una repetición (dan ganas de hablar de una compulsión de repetición) de lo que ha ocurrido en otros incidentes acaecidos estos años: la creencia que basta la fortaleza moral, real o supuesta, de las propias convicciones, para que todo lo demás deba ceder. Es imposible no ver en esa compraventa que ha significado la caída de la senadora Allende, un resultado de esa convicción adolescente que amenazó con anegar la política chilena y hacer naufragar en la memoria los logros del proyecto que emprendió la Constitución».

«Esa creencia de que basta la superioridad de las propias convicciones para derrotar cualquier obstáculo, fue la que inspiró a octubre del 19, y su estela es lo que ocurrió con esa compraventa que acaba de destituir (porque no fue la decisión del Tribunal Constitucional, sino la compraventa la causa eficiente de su naufragio) a la senadora Allende. Esa compraventa fue un resultado inconsciente de la creencia en la superioridad de las propias convicciones sobre las reglas», añade. En ese sentido, de acuerdo a Peña, «la decisión del TC representa un triunfo del derecho sobre la política, después de tanto tiempo, y de tantos intentos, de que fuera la política la que imperara sobre el derecho».

Sin embargo, comenta que hubo además otros factores «menos dignos» que contribuyeron a que aquello ocurriera. «Se trata de la ignorancia y la irresponsabilidad de muchos que desempeñan cargos en el Estado -una multitud de abogados que creen que las convicciones acerca de la justicia sustituyen el conocimiento del derecho- los que ignoraron reglas flagrantes y que, cuando la vergüenza quedó al descubierto, elaboraron explicaciones cantinflescas para eludir lo que era obvio».

De todas maneras, Peña comenta que tampoco es correcto excusar a la senadora Allende o a la exministra Mayta Fernández. «Después de todo, la primera fue legisladora durante tres décadas y juró innumerables veces respetar la Constitución y las leyes para, finalmente, y en frente de un contrato en el que tenía interés directo, desconocerla de manera increíble e inexplicable».

«Se dirá que ignoraba el precepto y que los abogados que la asesoraron nada le advirtieron; pero se trata de una excusa inaceptable. Si a cualquier hijo de vecino no se le admite alegar ignorancia de la ley (y una vieja regla de derecho reiterada por Andrés Bello estableció que a quien esgrimía esa ignorancia debía presumírsele mala fe) menos podría excusarse a la senadora por desconocerla o alegar que la desconocía».

Peña sentencia que, «estamos pues, en presencia de un fallo que enmienda lo que fue hasta hace poco, y es de esperar que ya no, uno de los rasgos político-culturales que estaba dañando severamente la esfera pública: la creencia de que la voluntad y las convicciones acerca de la justicia, y no las reglas, son las que deben tener la última palabra».

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