El repentino deceso del ex Presidente Piñera, aunque tuvo lugar cuando muchos chilenos gozan de sus vacaciones veraniegas y el Parlamento se encuentra en pleno receso, se ha constituido en uno de esos momentos trascendentales -en el sentido de su trascendencia, valga la redundancia- cuando de pronto las coordenadas del sistema político se modifican de golpe, impactadas en este caso por un estallido emocional como ninguno que haya experimentado el país desde la recuperación de la democracia.

Que ello haya tenido lugar en el campo de la derecha solo viene a confirmar lo impredecible que es el acontecer político, un territorio donde los sentimientos y las emociones suelen dictar el rumbo y la dirección, a expensas de la indispensable racionalidad que las élites incuban por antonomasia.

Al fin, la política más virtuosa es aquella que es capaz de añadir cuotas suficientes de racionalidad al ímpetu emocional, su impulso dominante. De los presidentes que gobernaron durante los 30 años Frei y Lagos son sus mayores exponentes -más incluso que Aylwin, cuya principal tarea fue la reinstalación del primer gobierno democrático después de una larga dictadura-. Ahora hemos venido a reconocer en Piñera un fiel continuador de esa notable particularidad de los denominados “30 años”, a la que se puso fin en el segundo gobierno de Michelle Bachelet.

La pregunta que cabe hacerse es cómo se sigue desde aquí, cuando buena parte del país -lo dicen las encuestas- se ha acongojado con la muerte de un ex gobernante que era más estimado, pero también más querido, de lo que las encuestas informaban no hace tanto. Lo que hasta aquí fue una ventaja irremontable de la izquierda y del progresismo -la de una figura reverencial-, se ha emparejado por obra del destino en la forma de una tragedia que caló hondo en el alma del país.

Reformulemos la pregunta: al regreso de las vacaciones en marzo ¿volverá todo al punto inicial cuando ningún acuerdo significativo parecía posible o se avendrán las partes para dar paso a las reformas que el país requiere para reemprender el rumbo hacia el desarrollo, ahora que la legitimidad en el ethos de la derecha ha sido repuesta y no podrá ya ser negada por sus adversarios del otro lado?

Los más pesimistas pronostican lo primero, es decir, que los sentimientos y congoja que invadieron a casi todo el espectro político en estos días pasarán rápidamente al olvido -habría sido un “veranito de San Juan”-, y la refriega volverá a donde mismo estaba en los últimos días de enero. Pero, si ha de creerse el rol que juegan las emociones y los símbolos en la política, podría apostarse a un cambio perceptible, alentado por el emparejamiento en el orden simbólico de las partes en disputa.

Reconocido y alabado post mortem, como lo ha sido en estos días, Sebastián Piñera se ha elevado al altar de las figuras veneradas por su sector político e, incluso, quién lo iba a decir, por los que fueron alguna vez sus más enconados adversarios. El valor que tiene algo así en los mentideros de la política, y desde allí al orden institucional, es inconmensurable.

Por Claudio Hohmann, ingeniero civil y exministro de Transportes y Telecomunicaciones, para El Líbero

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