Dicen que el amor es una fuerza natural, como las que impulsan al agua y al fuego. Dicen, también, que es el sentimiento más grande y puro, más deseado, sentido, gozado y sufrido. Y que nace del corazón. Pero, ¿cómo lo entiende la ciencia? ¿Cuáles son las bases biológicas que lo sustentan? ¿Es una cuestión de química? ¿Tiene el amor cara de cerebro? Las respuestas en el Día de San Valentín.

En diálogo con la Agencia de noticias científicas de la UNQ, el divulgador y director del Laboratorio de Cronobiología de la UNQ, Diego Golombek, explica que el amor, como todo comportamiento humano, tiene que ver con la actividad cerebral. “Las neuronas se comunican a través de señales químicas que interactúan entre sí, llamadas neurotransmisores; y las emociones no están exentas de esto. Por eso, cuando aparece una emoción fuerte, la sentimos en todo el cuerpo, pero también controlada por esta química cerebral que es la que se activa para sentir amor, y también miedo, tristeza y alegría”.

Las moléculas del amor

Dada la importancia del amor en la perpetuación y el mantenimiento de los seres humanos y en los diferentes ámbitos de la vida, el acercamiento científico desde distintas áreas del conocimiento es clave. ¿Cuál es el cóctel químico que desencadena el amor en el cerebro en sólo medio segundo, cuando se topa con su media naranja?

La antropóloga y bióloga, Helen Fisher, profesora en la Universidad de Rutgers, Estados Unidos, distingue tres etapas químicas en el amor. En la primera predomina la testosterona, que aumenta el deseo, y se produce un pico de adrenalina que incrementa la presión sanguínea, el ritmo cardiaco y la sudoración. En la segunda, cuando llega una atracción más elaborada, aparece la feniletilamina, una sustancia producida por el cerebro que produce en este una reacción en cadena y estimula la secreción de dopamina, neurotransmisor que afecta a la respuesta emocional y la capacidad de experimentar dolor o placer. También induce un proceso de aprendizaje que transforma el deseo en algo más profundo.

En todo este proceso también aumentan los niveles de oxitocina, conocida como “la hormona del amor”, que toma las riendas en el último escalón, el del vínculo y el apego.

Para explicar el rol que juega la oxitocina en el amor, Golombek detalla que es una hormona muy conocida por su rol en el sistema reproductor femenino, aunque no solamente tiene esas funciones. De hecho, también está presente en los hombres. Y se vio, a través de distintos experimentos, que tanto la oxitocina como sus receptores en el cerebro, tienen que ver con el comportamiento de atracción y apareamiento no reproductivo. “Cuando se da esta situación romántica de estar muy en contacto con alguien, sentirse en comunicación con alguien, en general se ha visto que aumenta los niveles de oxitocina en el cerebro”, comenta.

Nuevos descubrimientos

Una reciente investigación de la Universidad de California, San Francisco (UCSF) y Stanford Medicine pone en jaque la teoría de que el receptor de oxitocina, conocida como la “hormona del amor”, es esencial para formar vínculos sociales. El estudio, publicado en la revista Neuron, encontró que los campañoles de la pradera (roedores) criados sin receptores de oxitocina mostraron comportamientos monógamos de apareamiento, apego y crianza similares a los campañoles normales, e incluso dieron a luz y produjeron leche, aunque en cantidades más pequeñas. Esto contradice la idea anterior de que la oxitocina es fundamental para estos comportamientos sociales y plantea nuevas preguntas sobre el papel de la hormona en la vinculación.

Los resultados indican que la biología que subyace a la unión de pareja y la crianza de los hijos no está dictada únicamente por los receptores de oxitocina.

“El estudio nos muestra que la oxitocina es probablemente sólo una parte de un programa genético mucho más complejo”, asegura el psiquiatra Devanand Manoli, MD, PhD, autor principal del artículo y miembro del Instituto Weill de Neurociencias de la UCSF.

Para la investigación, de 15 años de duración, se aplicaron nuevas tecnologías genéticas para confirmar si la unión de la oxitocina a su receptor era el factor detrás del vínculo de pareja. Generaron campañoles de pradera que carecían de receptores de oxitocina funcionales. Y luego probaron los campañoles mutantes para ver si podían formar asociaciones duraderas con otros campañoles. Para sorpresa de los investigadores, los mutantes formaron lazos de pareja tan fácilmente como los normales.

“Los patrones eran indistinguibles”, dice Manoli. “Los principales rasgos de comportamiento que se pensaba que dependían de la oxitocina (compañeros sexuales que se apiñaban y rechazaban a otros compañeros potenciales, así como la crianza por parte de madres y padres) parecieron estar completamente intactos en ausencia de su receptor”. Pero aún más sorprendente fue el hecho de que un porcentaje significativo de campañoles hembras pudieron dar a luz y dar leche a sus cachorros. “Es probable que la oxitocina tenga un papel tanto en el nacimiento como en la lactancia, pero tiene más matices de lo que se pensaba”, dice Manoli.

Manoli y Shah se centraron en comprender la neurobiología y los mecanismos moleculares del vínculo de pareja porque se cree que es la clave para desbloquear mejores tratamientos para las afecciones psiquiátricas, como el autismo y la esquizofrenia, que interfieren con la capacidad de una persona para formar o mantener vínculos sociales.

Con todo, si el amor es pura química, muchos creen que la administración de oxitocina exógena podría producir amor. Entonces, ¿cuán cerca se está de materializar la famosa flecha de Cupido en una inyección? Habrá que preguntarle a San Valentín.

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