Por tercer año consecutivo, el evento político más relevante del año que está por comenzar será el proceso constituyente. Es inevitable que predomine la sensación de que este es un camino que ya recorrimos y que, como la vez anterior el proceso fracasó, este año corramos el riesgo de un nuevo fracaso.
Es cierto que esta vez vamos con una hoja de ruta más razonable, cinturón de seguridad, freno de mano y con múltiples medidas de seguridad para no volver a fracasar. Aunque hay más salvaguardas, nada garantiza que la clase política no vuelva a decepcionarnos. Incluso si las cosas salen bien, igual quedará ese sabor amargo de llevar cuatro años debatiendo asuntos en los que, en general, hay suficiente consenso para poder forjar acuerdos y así movernos a otros asuntos importantes que debemos solucionar como país.
En 2023 reinará esa percepción de que estamos dando vueltas en círculos, que la economía sigue estancada y que el país pierde numerosas oportunidades por centrarnos en insistir en avanzar en un camino que, en América Latina, ha tenido más fracasos que éxitos.
2022 fue un año histórico. Pero hubo más noticias malas que buenas. Incluso la noticia más importante del año, la aplastante victoria del Rechazo en el plebiscito de salida del 4 de septiembre dejó un sabor amargo. Después de tres años, el proceso constituyente terminó en un fracaso. Es verdad que la victoria del Rechazo fue un golpe de buen ánimo importante para los mercados y para el quehacer económico. Los chilenos demostraron un loable sentido común que alimenta las esperanzas de que, eventualmente, podremos salir del túnel en el que nos metimos producto del estallido social de 2019. Pero incluso entre los que celebramos esa aplastante victoria del Rechazo existió una sensación de que todo este proceso pudo ser evitable, más corto y menos traumático para la economía y la sociedad.
El legado del proceso constituyente dejó la puerta abierta al infierno de cambios constitucionales apresurados, irreflexivos y basados en voluntarismo más que en evidencia. Es cierto que el nuevo proceso constituyente viene con múltiples salvaguardas y candados que harán más difícil que la nueva propuesta de Constitución sea tan mala como la que fue derrotada en las urnas el 4 de septiembre.
Pero hasta los más optimistas sobre el futuro de Chile reconocen que el país avanza a pasos acelerados por el camino de mayor indisciplina fiscal, creciente deuda pública, promesas excesivas de derechos sociales imposibles de financiar, y debilidad de instituciones democráticas. La estabilidad del país estará de forma permanente amenazada por futuras reformas constitucionales irreflexivas. El desarrollo del país se verá regularmente obstruido por debates constitucionales estériles que sigan debilitando las instituciones que nos permitieron crecer vigorosamente durante esos ahora vilipendiados 30 años.
En 2023tendremos que vivir nuevamente el proceso de nominación de candidatos para el órgano que redactará la constitución -el Consejo Constitucional– y para los chaperones del proceso constituyente, el Comité Técnico de Admisibilidad y la Comisión de Expertos.
Luego, en los meses de marzo y abril, estaremos sometidos a la campaña para la elección de los 50 representantes encargados de debatir, con bozal, cinturón de castidad y camisa de fuerza, el texto de la propuesta de constitución. Después de la votación obligatoria que se realizará en torno al 14 de mayo (ese día no se podrá votar, como originalmente se propuso, porque es el día de la madre) -tal vez el 7, pero tal vez el 28 de mayo o incluso después- tendremos que esperar algunas semanas hasta que se constituya la convención. En los meses siguientes de 2023, la convención estará presionada a avanzar rápido en la redacción de un texto que, por los amarres y los bordes ya acordados, se parecerá muchísimo al texto actual.
Cuando el proceso que tendrá más peso simbólico que capacidad de innovar en el contenido del texto concluya, la nueva Constitución tendrá como gran diferencia con la actual un capítulo más largo y extenso de derechos sociales que obligarán a los próximos gobiernos a hacer malabares para tratar de cumplir con las desmedidas expectativas de mayor gasto público que tendrá la ciudadanía. Después de todo, como estarán atados de manos para modificar las instituciones políticas de la nación, los convencionales se dedicarán a tratar de ampliar la lista de derechos sociales que garantiza la Constitución. Para ellos, será la única estrategia posible para dejar huella. Además, otros serán los encargados de tener que encontrar los recursos para poder financiar esas promesas de ambiciosos derechos sociales.
Hacia fines de 2023, los chilenos nuevamente tendremos que ir a las urnas para votar si aceptamos o rechazamos la propuesta de nueva Constitución. Como el Consejo Constitucional no querrá repetir el fracaso de la convención constitucional en 2022, el texto no deberá tener nada que alimente el voto de rechazo. Si todo sale bien, una aburrida mayoría deberá ratificar a fines de 2023 -o comienzos de 2024- la nueva Constitución. Si todo sale mal, muchos maldecirán el día que votaron Apruebo en el plebiscito de entrada de octubre de 2020.
Pero incluso si las cosas salen bien, en 2023 viviremos con la sensación de estar en el día de la marmota -aquella genial película de 1993 en la que Bill Murray se ve forzado a vivir el mismo día hasta que logra liberarse del insufrible hechizo.
Por Patricio Navia, Doctor en Ciencia Política y profesor de la UDP, para El Líbero
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