La acertada decisión del Presidente Gabriel Boric de establecer un toque de queda en la zona más afectada por los incendios forestales, en el marco del estado de catástrofe que ya ha sido declarado en el sur del país, y de desplegar a las Fuerzas Armadas para imponer el orden en caso de que sea necesario resulta, no obstante, en una singular ironía.
Cuando el Presidente Sebastián Piñera decidió sacar a las Fuerzas Armadas a la calle después de los destructivos incendios y saqueos que se produjeron en el contexto del estallido social en octubre de 2019, el entonces diputado Gabriel Boric reclamó con exagerado histrionismo contra la presencia de militares con armas de guerra en la calle.
Además de la ironía que implica que ahora Boric, como Presidente, tome la misma decisión que en su momento tomó Piñera, es lamentable que el país entero deba pagar el alto costo que implica educar a Gabriel Boric sobre las obligaciones que tienen y la responsabilidad que deben tener las altas autoridades en el ejercicio de sus cargos.
La temporada de incendios veraniegos ha sido particularmente compleja este año. Además del calor y la prolongada sequía, pareciera que se han multiplicado los casos de personas que intencionalmente provocan incendios. Varios medios masivos de comunicación han señalado que muchos de los incendios son intencionales y el gobierno ha respaldado esa información anunciando acciones legales contra las personas que resulten responsables de ocasionar dichos incendios.
Resulta difícil entender las razones que tendrían las personas para causar un daño así de devastador a las economías de la zona, al medioambiente y a la salud de los millones de chilenos que están siendo afectados por los incendios. Pero pareciera que, en el Chile de hoy, cometer actos ilegales e insensatos se ha convertido en costumbre.
Lamentablemente, la proliferación de actos ilegales es un fenómeno que se observa también en otros ámbitos del quehacer cotidiano. La cantidad de gente que se salta los torniquetes y no paga el transporte público —a vista y paciencia de aquellos que deben hacer respetar la ley y el orden— normaliza la percepción de que da lo mismo seguir las reglas o ignorarlas. La tasa de pasajeros que no pagan en el sistema de transportes obliga al fisco a desembolsar más recursos para subsidiar el transporte colectivo y, más temprano que tarde, obligará a las autoridades a subir el costo del pasaje a aquellos que sí cumplen las reglas.
Hay otros ámbitos donde estos comportamientos inaceptables se han normalizado. La violencia con la que muchas personas tratan a la policía —ya sea con insultos verbales o con golpes cuando los funcionarios públicos que trabajan en Carabineros intentan hacer su trabajo— refleja un problema profundo en nuestra sociedad. Mucha gente se niega a aceptar que debe respetar a la autoridad y que no puede usar violencia contra Carabineros y otras autoridades que ejercen sus tareas y mandatos legales y constitucionales.
La idealización de la protesta y las manifestaciones sociales por sobre la necesidad de garantizar la ley y el orden ha llevado a la normalización de marchas que violan el derecho de otros a realizar sus trabajos o circular libremente por las calles. Cuando se realizan marchas, los participantes que quieren manifestar su apoyo a ciertas causas o su oposición a otros asuntos parecen convencidos de que su derecho a manifestarte está por sobre el derecho de otros a transitar o a poder llevar adelante sus actividades normales.
Finalmente, las propias autoridades de gobierno parecen promover la idea de que hay ciertos derechos que valen más que otros y que irrespetar las reglas y las buenas costumbres es otra forma de luchar.
El propio Presidente, que ha convertido el presentarse desprolijamente vestido a trabajar en una deplorable tradición en su gobierno, contribuye a alimentar esa percepción de que las normas y costumbres que promueven el orden y el respeto a los otros no tienen valor. Si las autoridades no son prolijas y respetuosas al vestirse, al comunicar sus mensajes, y en la forma en que ejercen su cargo, difícilmente pueden exigir prolijidad a las personas en su comportamiento cotidiano.
Cuidar las formas es importante. También es importante hacer respetar la ley. Incluso, cuando las violaciones a la ley son presumiblemente menores —como saltarse los torniquetes— se normaliza una cultura de impunidad e irrespeto a las reglas y normas.
La crisis producida por las decenas de incendios forestales en las zonas centro y sur del país ha llevado al gobierno a tomar la sensata y necesaria decisión de usar a las Fuerzas Armadas —con sus armas de guerra— para imponer el orden y restaurar la normalidad. Aunque resulte una ironía que esa decisión la haya tomado el mismo Gabriel Boric que hace 3 años denunciaba la presencia de militares en las calles de Santiago, lo cierto es que, en toda sociedad que funciona, existe un respeto irrestricto a las reglas y a las normas. Aunque sería mucho mejor que existiera ese respeto sin que hubiera militares en la calle, cuando es preciso que se imponga la ley y el orden, el Estado debe usar los medios legítimos que tiene para alcanzar ese objetivo.
Por Patricio Navia, Doctor en Ciencia Política y profesor de la UDP, para El Líbero
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