Es de público conocimiento que las Isapres están enfrentando un severo problema financiero, que en último término se puede atribuir a dos fallos de la Corte Suprema. Las disposiciones de estas sentencias están incidiendo muy negativamente en los ingresos de las mencionadas aseguradoras, aumentando exponencialmente sus endeudamientos. Tanto así que, a no mediar la intervención del gobierno. se teme que la pronta y posible quiebra de las Isapres genere una crisis mayor en todo el sistema de salud. Esta situación ha, de facto, adelantado el debate sobre el sistema de salud del país.
En efecto, si el gobierno permite el colapso de las Isapres y ofrece el traspaso de sus clientes a Fonasa, crearía -para todos los efectos prácticos- un asegurador único estatal de salud, institución clave para el funcionamiento de un servicio nacional de salud similar al británico, favorecido por el gobierno.
Desde una perspectiva económica, tal asegurador único sería ineficiente, porque tendría poder monopólico y monopsónico. Sería un monopolista, porque pasaría a ser, para todos los efectos prácticos, el único oferente de seguros de salud. Sería un monopsonista porque, también de hecho, determinaría la cantidad demandada de servicios de salud. Y sabemos que los monopolios y los monopsonios son ineficientes. Además, en el caso de este asegurador único, las rentas implícitas se tenderán a traducir en mayores empleos a salarios más elevados que los óptimos en la empresa, en vez de en mayores ingresos para el gobierno.
La alternativa a la centralización y estatización de la salud antes descrita -restrictiva de la libertad de elección e ineficiente- es construir sobre lo existente. Esto se puede lograr aumentando sustancialmente la competencia entre las aseguradoras (Fonasa e Isapres) y entre los proveedores de salud (hospitales, clínicas y otros). Instrumentos centrales para lograr esta mayor competencia debieran ser la definición de unos pocos planes de salud tipo ofrecidos por todas las aseguradoras (en reemplazo de los cientos de planes actuales, que impiden toda comparación), un sistema de compensaciones por riesgos entre las aseguradoras que facilite sustancialmente el cambio de asegurador, y un esquema de subsidios de salud para las personas de menores ingresos.
Como en toda crisis, la de la salud ofrece también una oportunidad para progresar. Es cierto que se pueden usar las circunstancias para sentar las bases de un sistema nacional de salud, a semejanza del inglés, que terminará siendo más ineficiente que el actual, además de restringir nuestras libertades de elección. Pero también se puede construir sobre lo existente para crear un esquema de salud más eficaz, que aumente sustancialmente las posibilidades de elección, y que al mismo tiempo sea más equitativo.
Chile probablemente esté sufriendo del síndrome de los países de ingreso medio y corre el riesgo de perder la oportunidad para desarrollarse. Ello no afecta mayormente al nivel de vida de los ciudadanos pudientes, pero sí implica que las personas de ingresos más bajos tengan entradas menores a las necesarias para su plena realización y que los índices de pobreza sean mayores a los posibles.
En buena parte del siglo pasado, bajo un régimen económico mixto de naturaleza proteccionista, Chile tuvo un ingreso por persona promedio cercano al de la mediana de los países de América Latina. A su vez, esta última tuvo una renta media aproximadamente igual al ingreso correspondiente del universo. Es decir, nuestro ingreso por persona fue mediocre, en una región también con ingresos mediocres. Como consecuencia, sufrimos de altos índices de pobreza absoluta.
En los años 1970 y 1980, el país experimentó un cambio radical en sus instituciones económicas y políticas. A partir de 1974 se adoptaron las instituciones de una moderna economía de mercado, abierta al comercio internacional, en que el Estado juega un rol subsidiario. A fines de la década de 1980, como parte de un amplio acuerdo político, se restauró la democracia representativa. La conjunción virtuosa de un régimen político democrático y de esa economía de mercado, en el marco de una acelerada globalización, le permitió al país prosperar como nunca lo había hecho en su historia. Tanto así, que en 30 años dejamos de ser económicamente mediocres, pasamos a liderar la región en términos del PIB per cápita, y los indicadores de pobreza disminuyeron dramáticamente.
Fue entonces, habiendo alcanzado un producto por persona relativamente alto -según el Banco Mundial, unos US$ 25.500 a precios internacionales constantes de 2011 al año-, que nos olvidamos del crecimiento económico y nos empezamos a centrar en su distribución. Ignoramos que los países desarrollados tienen un PIB per cápita de US$ 45.000 y que, si deseamos ser desarrollados, tendremos que tomar las medidas necesarias para aumentar nuestra actualmente muy baja tasa de crecimiento económico potencial para converger a esos US$ 45.000 anuales.
Otros países de la región así lo entienden. Panamá, con un PIB per cápita de US$ 29.000, ya nos superó, y Uruguay, con un ingreso por persona de casi US$ 23.000 al año, está muy cerca de hacer lo mismo.
Para alcanzar el desarrollo falta el último, pero quizás también el más complejo, empujón. Son pocos los países de ingreso medio que llegan a ser desarrollados. Sin embargo, el camino a recorrer es claro. Es necesario acordar un marco institucional estable que le vuelva a dar competitividad a la economía chilena (hoy, según el World Economic Forum, estamos en el lugar 33), cuidando que el progreso económico correspondiente alcance a todos.
Por Rolf Lüders, economista
Escrito para La Tercera por Rolf Lüders, economista