Chile vive una crisis de inseguridad, violencia y fracaso de la política para enfrentar la delincuencia y asegurar el orden público, como no se había visto en muchos años, quizá décadas.

Como suele ocurrir en este tipo de temas, abundan las contradicciones, acusaciones cruzadas, explicaciones torpes y justificaciones inconducentes, que no logran ocultar el problema de fondo y el drama que sacude al país: la sociedad vive amenazada, muchas poblaciones están capturadas por el crimen organizado, mientras las bandas actúan con impunidad y existe la sensación de que la delincuencia le gana al Estado.

Esta primera semana de abril el tema se ha instalado con más fuerza, por el asesinato de un carabinero, uno más, el tercero este año. Pero este caso fue diferente: felizmente, su martirio logró salir de la fría estadística y pasó a ser un caso de repercusión pública, que incluso provocó la reacción del Ejecutivo, habitualmente lento en la lucha contra la delincuencia y distante de la protección de Carabineros.

Pero Chile cambió, como se decía con tanta fuerza en los meses que siguieron a la revolución de octubre de 2019: el punto es que ahora viró en una línea diferente. Si durante un par de años la prioridad pareció ser la refundación y las promesas repetidas de un futuro mejor, desde hace algún tiempo el principal deseo de los chilenos es poder vivir bien en tiempo presente, poder disfrutar de cosas tan simples como la seguridad pública, un trabajo y la posibilidad mejorar sus condiciones materiales y sociales de vida.

“Me mataron a mi hijo. Él salió a trabajar”, dijo entre llantos la mamá del cabo Daniel Palma ante el presidente Gabriel Boric, mientras este le daba sus condolencias, que se han repetido este 2023, porque ya van varias muertes de carabineros.

Las frases del mundo político transitan entre la indignación y la improvisación, los deseos de apurar normas legales o de pasar el vendaval. Algunas declaraciones de salón adornan los análisis: “Esto no se puede volver a repetir”, como si antes sí se hubiera podido; o “esto no puede seguir así”, ¿y antes sí se podía “seguir así”?

Se entiende en parte, pero también es muy importante saber y comprender que eso se repite porque hemos llegado tarde. Muchos problemas pudieron haberse evitado y las prioridades de la política, si estuvieran más alineadas con las del pueblo, ayudarían mucho a que la vida social fuera más tranquila, sencilla y feliz.

Uno de los conceptos que se ha instalado después de los luctuosos acontecimientos de esta semana es el de la “tregua”. No deja de ser curioso, aunque se entiende parcialmente. El problema es que las treguas son propias de tiempos de guerra internacional o local, y se pueden comprender políticamente en esos contextos. Habrían sido necesarias y podrían tal vez haber cambiado la historia en la dinámica odiosa que precedió a la guerra civil de 1891 o al ciclo de descomposición institucional que vivió Chile a fines de la década de 1960 y comienzos de los 70.

Incluso una tregua podría haber sido valiosa en el difícil contexto de la revolución de octubre de 2019, en un clima insurreccional, de violencia y vías de hecho, que coexistía con acusaciones constitucionales y un parlamentarismo fáctico. Es decir, ahí podría haberse requerido una tregua, pero hoy no. Y si alguien necesita una tregua no son los sectores políticos, son los ciudadanos que día a día ven su cotidianidad perturbada por la acción destructiva de la criminalidad.

Lo que Chile necesita –de manera urgente, y muchas veces dramática– es vivir en paz. Lo que la gente quiere es poder trabajar, estudiar, compartir con su familia, salir con sus amigos, regresar a sus hogares y hacer una vida cotidiana sin que todo el tiempo la delincuencia esté ocupando espacios privilegiados en las calles, barrios y lugares de trabajo o esparcimiento.

Lo que quiere el pueblo, la gente sencilla, trabajadora, común y corriente –es decir, la inmensa mayoría de quienes habitan nuestra tierra– es sacar adelante a sus familias y contar con una efectiva protección del Estado frente a los adversarios de la ley y la libertad. Me parece que ahí radica una de las explicaciones sociológicas de la reacción popular frente al asesinato de los carabineros: los chilenos quieren también orden y patria, aman a Chile y quieren vivir en libertad y desarrollar sus proyectos de vida, pero saben que para eso es condición indispensable que exista Estado de Derecho y autoridades presentes y responsables.

Parece obvio que hay muchas cosas que reformar en el camino: algunas leyes, ciertos procedimientos policiales, la acción de los tribunales de justicia, la prioridad política de la lucha contra la delincuencia y otros tantos que se podrían considerar. También es preciso ordenar los factores y los conceptos.

Se escucha decir que el problema es la inmigración, lo que es un insulto a los miles de inmigrantes legales y a toda la gente honesta que trabaja, estudia y lucha por un futuro mejor en Chile, como antes lo hicieron otros inmigrantes cuyos descendientes hoy son chilenos.

El problema es la violación de la ley y la indolencia de las autoridades; el ingreso descontrolado de inmigrantes, muchos de ellos delincuentes, frente a la torpeza quienes tienen el deber de resguardar las fronteras; la violación de las leyes respectivas y la desidia en su aplicación.

La tolerancia y protección de la inmigración ilegal tiene sus consecuencias y son dramáticas: la llegada de bandas delictivas y el claro perjuicio para aquellos extranjeros que sí quieren ser un aporte en el país y que también se ven amenazados por la violencia.

Lamentablemente, no es claro que de los males presentes resulten bienes futuros. La creatividad legislativa y política siempre puede dar sorpresas. En estos días ya hemos escuchado algunas ideas para enfrentar la delincuencia y fortalecer la tarea del Estado. Entre ellas hay dos que ilustran una mirada ideológica y seguramente contribuirán a desviar la atención más que a resolver el asunto: el aumento sustancial de recursos asociado a la “reforma tributaria” y la creación de un ¡nuevo ministerio! de seguridad.

Las dos cuestiones no tienen que ver con el problema: los gobiernos habitualmente encuentran razones para hacer crecer el Estado y sacar recursos a los privados, por la vía de los impuestos; por otra parte, a la existencia de ministerios inútiles o prescindibles se sumaría uno más a la burocracia estatal, cuyos efectos son al menos discutibles. Si los gobiernos destinaran más recursos a la seguridad y a Carabineros y disminuyeran los ministerios, la situación podría ir en el camino adecuado, pero no al revés.

Chile no necesita una tregua política. Felizmente, porque no hay tiempos de guerra. Desgraciadamente, lo que requiere con urgencia es paz social, una vida tranquila, trabajo, posibilidades de prosperar y realizarse, menos promesas y más vida real. Ese ha sido el gran problema del gobierno del Presidente Gabriel Boric en sus primeros trece meses en La Moneda: el choque con la realidad, que muchas veces es el mejor despertador para la política y el mayor freno para las ideologías.

Por Alejandro San Francisco, académico de la Universidad San Sebastián y la Universidad Católica de Chile. Director de Formación del Instituto Res Pública, para El Líbero

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