En un programa matinal, durante una transmisión en vivo, la periodista Paulina de Allende-Salazar aludió de manera impropia al cabo de Carabineros Daniel Palma, asesinado a tiros el miércoles pasado. La fórmula que usó la periodista era coloquial, pero cobraba un sentido hiriente dado el contexto. En cuanto pronunció la palabra la periodista se corrigió y dijo “perdón”. Minutos más tarde, un general de Carabineros advirtió en un punto de prensa que no daría ninguna declaración mientras Paulina de Allende estuviera presente. Sus palabras fueron: “Esa periodista no puede estar acá”. Tras la advertencia del general, Paulina de Allende volvió a ofrecer disculpas por haber utilizado la palabra “paco”, pero de poco sirvió. El canal en donde trabajaba anunció que prescindiría de sus servicios.
No conozco a Paulina de Allende-Salazar, pero sí un oficio en el que equivocarse es especialmente doloroso, porque por lo general no se trata de errores que se cometan en el espacio cerrado de una oficina, sino de equivocaciones que se publican y se difunden con un rostro o una firma. Meter la pata con publicidad es una posibilidad cierta en este trabajo, y cuando eso ocurre, lo que se espera es el reconocimiento del error y el ofrecimiento de disculpas. En este caso la periodista involucrada así lo hizo. El despido de la reportera es injusto y sienta un precedente peligroso en un ecosistema de medios frágil para un oficio pauperizado como es actualmente el de periodista. El mismo hecho de que la mayor parte de los compañeros y compañeras de oficio se abstengan de opinar al respecto significa solo una cosa: miedo a perder el trabajo y quedar arrojado a un baldío laboral. Un asunto del que poco se habla públicamente, pero que está marcando con fuego el desarrollo de la actividad periodística chilena en la actualidad, porque si sobrevivir en un trabajo significa evitar que alguien se moleste, entonces lo que sigue es la autocensura o el sometimiento al árbol que más sombra ofrezca. La opinión pública se da cuenta de esta crisis en curso: esta semana la encuesta Activa aplicada a nivel latinoamericano difundió los resultados de su último trabajo. Una de las preguntas apuntaba a la responsabilidad de distintas instituciones en la propagación de desinformación y bulos, y en el caso de Chile los principales responsables, según los encuestados, son la televisión, los noticieros y los periodistas.
El despido de Paulina de Allende-Salazar vino acompañado de una ola de mensajes hostiles en su contra en las redes sociales. La acusaban de algo tan monstruoso como estar de parte de los asesinos. Una señal del clima establecido por un sector político que dispuso, en el mismo plano, protestas por demandas sociales con delincuencia, y peor que eso, con crimen organizado. El menjunje resultante es un alimento venenoso que tuerce toda lógica: pedir que la policía mejore sus procedimientos, actualice su capacidad de inteligencia, modernice la formación de sus miembros, es considerado un ataque a la institución. Consideran la crítica como una insolencia cómplice con la delincuencia. La única solución que ofrecen para hacer más eficiente el trabajo policial es blindar a los agentes del Estado con impunidad para disparar, sin hacerse cargo de los efectos que algo así puede llegar a tener en una sociedad con serios problemas de cohesión y con una deuda en materia de derechos humanos que sólo crece y se acumula. Dudo que los asesinos del cabo Palma o que el delincuente que mató a la sargento Olivares adhirieran a alguna causa social, o que su respeto a la autoridad de Carabineros dependiera de la popularidad de un icono de protesta. Son delincuentes con prontuario. Hay indicios en ambos casos de que eran parte del eslabón más visible del narco, un negocio que tiene dos extremos: uno está en la calle exhibiendo poderío territorial, el otro en cuentas bancarias acumulando sigilosamente dinero. Para enfrentarlo hay que impulsar a una policía que sea capaz de perseguirlos en toda la extensión del negocio ilícito, eso no está ocurriendo. Lo que sí ocurre es un debate público que privilegia la estridencia y la cobranza de cuentas a costa de la seguridad de todos y del debilitamiento de las instituciones democráticas. El panorama es oscuro: tenemos un gobierno débil que parece exánime frente al cerco opositor; un sector político que explota una crisis de seguridad como arma de ataque; una ciudadanía desconfiada de las instituciones públicas que busca recuperar la seguridad apoyando golpes de efecto oportunistas, y una televisión que atrae audiencia ofreciendo interminables horas para sembrar la alarma sin espacio para el razonamiento crítico. Todo indica que avanzamos hacia una tiniebla espesa de la que será muy difícil salir indemne.
/Escrito por Óscar Contardo para La Tercera