Una de las características de un país en crisis profunda, sin dirección cierta ni conducción efectiva, como le ocurre al nuestro actualmente, es la de que su coyuntura política carcome y devora a la ciudadanía. Se vive el día a día, y de modo monotemático, pendiente de la crisis, y toda conversación remite a ella, es afectada por ella, y se ve infectada por ella. Jorge Luis Borges decía con sarcasmo que Suiza tenía el mejor gobierno del mundo pues allá nadie sabe cómo se llama su Presidente.
En cambio, los países en crisis giran, como la Tierra en torno al sol, alrededor de sus cuitas y de las apariciones y anuncios del Mandatario. Casi a diario emerge entonces el gobernante acompañado de niños, mujeres deportistas, campesinos, pobladores, ancianos, sonrientes y agradecidos por las medidas que anuncia. Por esta razón conviene ejercitar la mirada distante, aislarse o irse a un extremo aislado (pero seguro) del país, o bien salir de él para mejor ver y contemplar el bosque sin tanto árbol de por medio.
Opté recientemente por lo último, lejos de Chile (una suerte haber vuelto a casa y encontrarla intacta), y el resultado fue en cierta medida apaciguador. Nuestra coyuntura política comenzó a disiparse en mi horizonte y a pesar de eso me permitió ver con nitidez a Chile y su drama. Lo primero que ocurrió fue que al hablar con extranjeros no tardaba yo, sin que me lo solicitaran, en empezar a narrar nuestra crisis, pero cuando logré controlar este síndrome de abstinencia, comprobé para mi sorpresa que muchos a su vez me preguntaban extrañados qué ocurría con el país más exitoso de la región en los últimos treinta y cinco años. Ante eso preferí explorar, como siempre suelo hacerlo, la imponente belleza colonial de La Antigua y escaparme por unos días con mi señora a la tórrida costa del Pacífico de Guatemala.
En la sombra de una palapa concluí que la dramática caída en la aprobación del Gobierno se debe, más allá de la deficiente gestión, a la colisión entre utopía y realidad o, mejor dicho, al divorcio entre la vía hacia la utopía prometida por Boric, el Frente Amplio y el PC, por un lado, y el modo en que los ciudadanos vivimos y evaluamos esa transición, por otro.
Seamos sinceros: en el papel, (casi escribo “en el paper”) el programa de Boric y sus nociones generales para una nueva Constitución pintaban un cuadro rupturista, en parte promisorio, colorido, fresco y a ratos para muchos seductor. La inmensa mayoría dio por ello un fervoroso sí a la redacción de una nueva Constitución política. Lo que terminó por deshilachar primero y liquidar después ese asalto al cielo con un menú cuajado de imposibles, ese afán por crear un país nuevo, desmembrado y asambleario, y con todos los derechos sociales garantizados, fue la implementación práctica exhibida tanto por el Gobierno como la Convención Constitucional. Se alzó así un muro infranqueable entre deseo y realidad, programa y diversidad, utopía y libertad.
Comparando a Boric con Allende
Algo parecido le ocurrió hace más de medio siglo a Salvador Allende, que llegó al poder con 36% de los votos y un programa revolucionario -instaurar el socialismo con sabor a “empanadas y vino tinto”-, que comenzó a hacer agua por la economía y no tardó en inundar la vida nacional, polarizándola y emponzoñándola, lo que nos puso ad portas de la guerra civil. Sugiero ver fotos de la época: el PC marchando con lienzos de ¡No a la guerra civil! No nos andábamos con chicas en 1972-73: guerra civil. La resplandeciente utopía era una cosa, la transición hacia ella, otra. La transición hacia un ideal devino una vía infernal tapizada de supuestas buenas intenciones.
Pero no debemos sorprendernos. Ese es el destino de las utopías redentoras cuando sus profetas toman el poder o se aproximan a él. El empedrado es en extremo duro y peor su estación final. El comunismo cubano promete desde hace 64 años una sociedad fulgurante que los cubanos aún no ven, y sobre la cual aún no pueden expresarse en elecciones pluralistas. El régimen afirma que avanzan hacia el comunismo, donde cada uno vivirá de acuerdo a sus necesidades, lo que no es más que una utopía adicional para explicar los 64 años ya perdidos de la isla, que en 1959 registraba los mejores índices de desarrollo del continente junto a Argentina y Uruguay.
Algo parecido acontece con la dictadura de Maduro, que comienza con el redentor programa del comandante Chávez, un ansia refundacional no sólo para Venezuela sino también para todo el continente, una fusión entre las ideas de Fidel Castro y los petrodólares de Chávez. Según la OIM, más de 7,1 millones de venezolanos han emigrado del socialismo bolivariano, respaldado por el Foro de Sao Paulo y el Grupo de Puebla. Y esa migración, conviene recordarlo, no se debe a invitaciones de presidentes extranjeros sino al desastre de la tiranía venezolana. 7,1 millones de venezolanos equivale a que de Chile se marcharan casi 5 millones de compatriotas. ¿Y qué decir de la revolución sandinista y su fruto final, el orteguismo-murillismo, esa dictadura conformada por un matrimonio, es decir, tan dinástica como el somocismo o el castrismo?
No sostengo que Boric sea comparable a los tiranos Castro, Maduro y Ortega. La diferencia fundamental estriba en que en Chile la revolución, al llegar al poder por la vía electoral, no consiguió el control del conjunto del aparato estatal y sus instituciones, como sí ocurrió en las actuales dictaduras regionales o en los desaparecidos socialismos reales. Es la ciudadanía, que sigue expresándose con libertad en Chile, la que le dibujó los límites a Boric. Éste se parece más bien a Allende (parecido que lo halaga y busca) pues ambos corresponden al revolucionario que opera dentro de una democracia liberal, donde no tardan en colisionar con una ciudadanía que si bien aspira a un país mejor, no está dispuesta a echarlo por la borda y menos a dejarse encantar por otro flautista de Hamelín que los conduzca a la utopía perfecta. La diferencia entre Allende y Boric, corresponde decirlo en esta conmemoración de los 50 años, es una diferencia de trayectoria profesional y política, de carácter, figura y de contenidos utópicos.
Allende exhibía experiencia en lo profesional (era médico), descolló en la política nacional durante decenios, era un gran orador, y contaba con experiencia de vida y una voluntad que sólo flaqueó al final, cuando constató que sus camaradas lo abandonaban. Allende se ufanaba de su “muñeca” política. Su suicidio en La Moneda, donde muere acompañado sólo de un par de amigos médicos y escoltas de su confianza (no hubo ningún dirigente de partido de la Unidad Popular que lo acompañara) encierra un simbolismo poderoso, que clama por ser analizado y que los partidos de la entonces Unidad Popular no pueden seguir eludiendo.
Además, a diferencia de Boric, Allende se inspiraba en los socialismos realmente existentes entonces. Anhelaba imitar a Cuba, Vietnam o a las repúblicas denominadas “populares” del este de Europa, soñaba con reeditar sus “conquistas sociales” aunque empleando los medios propios de la democracia liberal, sin cancelarla, aunque en la práctica esta se viese cada vez más restringida por la violencia, la inflación y el caos económico y alimentario.
Allende falló en su intento al no alcanzar las mayorías requeridas para transformar profundamente al país. En parte se debió a la pésima gestión e irrespeto a la propiedad privada, a la mayoritaria oposición interna, a la injerencia externa (la Guerra Fría en su apogeo) y también a los sectores radicalizados de la Unidad Popular y el MIR, que desde 1967 postularon la lucha armada para instaurar el socialismo. La ironía de la historia: todos los modelos referentes de Allende sucumbieron de hecho (Europa del Este y la URSS), como alternativa (Cuba), o abrazaron al menos la economía de mercado (Vietnam, China).
A diferencia de Allende, Boric hoy no tiene referentes reales, o modelos a seguir. Incluso su ingenua aspiración buenista de que la región hable con una sola voz se hizo trizas a los dos meses de llegar a La Moneda. Los socialismos reales desaparecieron, el castrismo es hoy una agonía patética, simulacro del que fue cuando Cuba era financiada por la Unión Soviética y por la Venezuela chavista; la Tercera Vía se esfumó; el Socialismo siglo XXI perdió fuelle; el bolivarianismo del Foro de Sao Paulo o Grupo de Puebla ya no irradian entusiasmo, y el indigenismo de Evo y su vicepresidente García Linera, un marxista que se nutre del leninismo, carecen de atractivo. Y el modelo socialdemócrata o escandinavo (en aprietos por la dificultad para financiar la salud pública y las pensiones) marca en Chile ya “ocupado” por los socialdemócratas, Amarillos y Demócratas, por decirlo de algún modo.
¿Quo Vadis, Boric?
Vale entonces la pregunta ¿qué le queda a Boric como modelo mínimamente viable para proponer a los chilenos pero conservando a la vez su identidad refundacional, no reformista?
La respuesta es difícil, y demasiado extensa para esta columna. En forma abreviada, le queda seguir las ideas de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, de Pablo Iglesias e Íñigo Errejón (padres españoles del Frente Amplio, ambos hoy de capa caída), que exploran, a partir del neo marxismo, la estrategia política que sustituye el sujeto social de las revoluciones (para Marx, hijo del siglo XIX, ese sujeto protagónico era la clase obrera) y lo hallan en los infinidad de organizaciones y activistas de las más variadas causas en la sociedad moderna, donde la clase obrera que Marx anunció como la sepulturera del capitalismo, fue sepultada por el capitalismo avanzado.
Esta azarosa estrategia de intentar unir y articular a todas las fuerzas disconformes o insatisfechas con ciertos aspectos de la consumista, individualista, independiente y variopinta sociedad liberal de economía abierta, es en extremo difícil. Se trata de sectores atomizados, imponentes en su capacidad para copar las calles -mas no de copar las urnas con sus votos- y para manifestar su ¡NO! al desarrollo del mundo moderno. Como se trata de intereses particulares, a menudo de sectores medios o altos, de educación refinada o universitaria, contradictorios, que obedecen a valores distintos, formas de vida independientes y diversas visiones de mundo, si bien son efectivos como movimientos opositores, enarbolan causas difícilmente practicables y financiables para un gobierno, y cuyo conjunto colisiona en aspectos e intereses consigo mismo y el grueso de la sociedad.
Eso explica la formidable capacidad de movimiento de masas en la calle y desde la oposición de quienes forman el actual gobierno y también su falta de unidad como gobierno. Quienes forman la base sólida de Boric seguirán siendo fuertes e influyentes como una suma de causas opositoras a la sociedad actual, pero no como base para un Gobierno de gestión armónica y conquistadora de mayorías.
Es por ello que el Presidente brilló desde la oposición en la calle diciendo ¡No!, consciente de lo que rechazaba, pero se ha disipado al tener que actuar desde La Moneda liderando una fuerza articulada y unida. La decepcionante concreción gradual de la utopía el primer año de gobierno, la contradictoria diversidad de causas que constituyen la trama del oficialismo y su falta de experiencia en el manejo del poder, auguran un futuro con más de lo mismo para el Presidente y el país.
A menos que Gabriel Boric dé el único giro sensato que le queda: abrazar de forma genuina y definitiva a la socialdemocracia. Pavimentaría así su vía para los próximos tres años y para cuando salga de La Moneda.
Por Roberto Ampuero, escritor, excanciller, ex ministro de Cultura y ex embajador de Chile en España y México. Profesor Visitante de la Universidad Finis Terrae, para El Líbero
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