El futuro del gobierno se jugará principalmente en la determinación y la eficacia que muestre para enfrentar la crisis de seguridad pública y el reto del crimen organizado. Ello no formaba parte del programa original de Boric, y estaba ciertamente muy lejos del espíritu octubrista con el que las izquierdas llegaron a La Moneda, lo que las llevaba a ver a los carabineros como enemigos. Los indultos a los “combatientes con prontuario” mostraron las graves confusiones del propio Mandatario sobre la responsabilidad del Estado de sostener el orden legal con la razón y la fuerza. Hasta que vino el brutal encontronazo con la realidad.

Nada es más importante que enfrentar a las bandas de delincuentes que crecieron en estos años como nunca antes, con una violencia que no conocíamos y que en muchos casos están conectadas con bandas internacionales. Han quedado al desnudo las carencias que el Estado tenía en este terreno, el atraso de sus concepciones y métodos. Aunque era conocida la horrorosa experiencia de naciones como México y Colombia, parecía predominar entre nosotros la ridícula idea de la excepcionalidad de Chile, lo que adormeció la capacidad de articular políticas de prevención y represión.

La tal excepcionalidad era puramente negativa: ceguera e indolencia y, por lo tanto, vulnerabilidad. Los delincuentes que vinieron desde Venezuela y otros países sabían perfectamente que en Chile “la estaban dando”. Ni siquiera les costó cruzar las fronteras. Muchos se mueven hoy a lo largo del territorio sin que esté registrada su entrada. En ciertos casos, la policía tiene fotografías de delincuentes que ignora cómo se llaman.

Recuperar el terreno perdido demandará tiempo y recursos, además de un giro radical en la forma en que se ha operado hasta ahora. En suma, una política de Estado, que implicará objetivos muy exigentes para varios gobiernos. Hoy, es crucial que el gobierno se convenza de que debe actuar sin vacilaciones, para lo cual necesita alinear al FA y el PC, cuyos parlamentarios siguen extraviados en una materia en la que se juega el futuro del país.

Es valioso que la mayoría del Congreso y la mayoría del gobierno hayan coincidido en una agenda legislativa de seguridad. Hay allí un mérito especial del presidente del Senado, Juan Antonio Coloma, y ciertamente de la ministra del Interior, Carolina Tohá. Se trata de 31 iniciativas de diverso rango, orientadas a llenar numerosas necesidades legales, pero cuya materialización excederá el actual período presidencial. Se definieron 3 proyectos que serán despachados en los próximos días (sobre sicariato, delitos económicos y documentación migratoria) y 13 que se despacharán.

En un plazo de 75 días, se despacharán 13 proyectos, y en un plazo de 150 días, otros 8, entre los que sobresalen el proyecto que crea el Ministerio de Seguridad Pública y el que fortalece y moderniza el Sistema de Inteligencia del Estado. Se trata de ambiciosos cambios orgánicos, pero cuya concreción demandará tiempo. Antes de fin de año, se pretende despachar proyectos como el que busca simplificar los procedimientos para construir cárceles y el que fortalece las capacidades de investigación de Gendarmería.

Es imperioso despejar las discrepancias respecto de las reglas del uso de la fuerza que deben cumplir los efectivos policiales. No se puede construir un sistema de normas que, finalmente, inhiban sus posibilidades de dar una respuesta oportuna en un contexto que se volvió extremadamente peligroso. Ellos no pueden quedar sometidos a una especie de compendio de prohibiciones que les impidan defenderse o volver estéril cualquier esfuerzo por neutralizar a quienes delinquen.

Es útil tener a la vista la experiencia de las policías de las democracias europeas más antiguas, que cumplen con los protocolos referidos al resguardo de los derechos humanos, pero cumplen con máximo celo y eficacia su obligación de proteger a la comunidad. Nuestros policías deben actuar por supuesto dentro de la ley, pero no pueden sentir que están maniatados para usar sus armas cuando ello es indispensable.

Un estudio de los economistas Mauricio Olavarría, de la USACH, y Rodrigo Saens, de la Universidad de Talca, publicado por el Diario Financiero, estimó en US$9 mil millones el costo anual de la delincuencia en Chile, lo que incluye los recursos destinados a contención, seguridad y cobertura de los daños causados. Ello equivale, aproximadamente, al 2,5% o 3% del PIB (el valor de tres líneas 7 del Metro); a principios de los 90, el costo era entre 1,5% y 2% del PIB.

Olavarría señala que “los delincuentes extranjeros han generado mucha más violencia y que, por lo tanto, los delincuentes nacionales han tenido que ir a la par y, particularmente, los más jóvenes”. Advierte que han cambiado los códigos delictuales: si antes se trataba de no causar daños innecesarios a las víctimas, eso se rompió.

¿Qué dimensiones ha alcanzado el crimen organizado en nuestro país? El economista Sergio Urzúa no duda en usar la palabra ‘industria’ para referirse a un tipo de organización delictual que opera en gran escala, con métodos muy modernos y que mueve millones de dólares. Señala que los chilenos no sabemos cuál es su real envergadura, hasta dónde llegan sus redes, qué espacios públicos ha conseguido penetrar, pero sirve como referencia el hecho de que el gobierno haya destinado US$1.500 millones para enfrentar las necesidades del momento.

Será mejor si el gobierno no se enreda con los proyectos de ley. Debe prestarles atención, por supuesto, pero lo que se requiere en este momento es acción inmediata, con las leyes y los equipos humanos que existen, para conseguir avances concretos en esta batalla, que será necesariamente larga.

Por Sergio Muñoz Riveros para ex-ante.cl

/psg