Time Shelter, Refugio del Tiempo, así se titula la novela que esta semana ganó el Booker Prize International, probablemente el más prestigioso premio de literatura traducida al inglés. Su autor es búlgaro, Georgi Gospodinov. Pero más allá de eso, la novela es una sátira sobre la memoria, y la obsesión de protegerse en el pasado ante el temor del presente. La vieja política de la nostalgia. “Durante los tiempos del comunismo todos nos prometían un futuro luminoso”, decía el autor en una charla  que recordaba esta semana el Financial Times. “Ahora, (…) los populistas están tratando de vendernos el cheque del pasado”, continuaba. Y ante eso, su conclusión es tajante: “No le crean a nadie que trate de venderles el pasado o el futuro, los cheques no tienen fondos”.

Como el protagonista de Time Shelter, por acá son varios los que quieren retroceder en el tiempo, convencidos que todo tiempo pasado fue mejor. Pero a la luz de lo que dice Pablo Ortúzar, a veces cuando se invoca demasiado el pasado se terminan despertando fantasmas. Y algo de eso le pasa al gobierno. “Se imaginaban la conmemoración de los 50 años del Golpe como una celebración de la figura de Allende”, apunta Ortúzar, pero “pueden terminar abriendo la puerta a todo lo contrario”. Ya convirtieron, según él, ese 4 de septiembre que recordaba “el triunfo de Allende” en “un día de derrota para la izquierda”. Los ciclos de la historia siguen girando.

 

 

Como giran también, según Max Colodro, los clivajes de la política. “Por más de treinta años”, dice, “la línea divisoria de nuestra cultura política fue el espectro del Sí y del No, (…) que el plebiscito de 1988 marcó a fuego en las generaciones siguientes”. Pero, “con el estallido social empieza a surgir otro país”, apunta, y sus efectos “comienzan a insinuar la posibilidad de un nuevo anclaje político y cultural, donde la dicotomía de los últimos 30 años va siendo reemplazada por el eje apruebo-rechazo”. Y para Colodro, aunque suene aventurado, “es probable que a partir de ahora empecemos a observar la disputa entre dos clivajes: el intento de mantener ‘la herencia de la dictadura’ y el reordenamiento en función del rechazo a la agenda de reformas del oficialismo”.

Y en esa nueva lógica política, el Partido Republicano tendrá un rol central. Hay algo en todo esto de ese realismo fantástico del que el reciente ganador del premio Princesa de Asturias, Haruki Murakami, es su máximo exponente. Porque que quienes dirijan la discusión constitucional sean aquellos que nunca quisieron abrir ese debate no deja de tener algo de fantasía novelesca. Más aún si como apunta Ascanio Cavallo, a partir del 7 de junio “se encontrarán con un texto de alto consenso, en contra del cual se aliarán los maximalistas de todos los lados” e, ironías del destino, su responsabilidad será “que esos esfuerzos no prosperen”. Y si no lo logra, el más intenso “debate constitucional de la historia de Chile terminará muriendo de apoptosis, de puro cansancio”.

Sobre monos peludos y otros asuntos

George Orwell decía, en un revelador ensayo sobre las “palabras”, que éstas “no se parecen más a la realidad de lo que las piezas de ajedrez se asemejan a los seres vivos”. Sea así o no, el hecho es que los “monos peludos” a los que se refirió Natalia Piergentili en la entrevista de María José O’Shea en LT Domingo, llevó a todos a hacer conjeturas y buscar referentes reales. Y motivó por estos días más de una columna. Es el poder de las palabras. Algo de eso apunta Paula Walker el jueves, recordando a la filósofa Judith Butler. “Somos lo que hablamos”, escribe, “nuestro cerebro se moviliza con imágenes, con palabras, con el lenguaje que tiene el poder de describir la realidad, y a la vez, crearla”. Que nadie dude de ello por estos días.

Para Walker, la presidenta del PPD –quien luego se excusó por la forma, pero ratificó el fondo-, “en política, como en la vida, las formas son muy importantes”. Pero el problema, parece ser, que a veces la forma devora el fondo. “La manera de hacer política en la actualidad (…) está dominada por las formas”, apunta. Cada vez es más difícil “ir al fondo de los problemas, al entendimiento de las demandas”. Y ante eso si, además, “la clase política prefiere la cantidad de seguidores virtuales en vez del entendimiento, el análisis y los acuerdos, la reputación de la política seguirá a la baja”. Y el asunto es que, con redes sociales de por medio, ya no corre eso de que “las palabras se las lleva el viento”

Y si de palabras se trata, para Joaquín Trujillo, estas “organizan la vida política”. Y a veces operan  como verdaderos santos y señas. Porque es distinto saludar “hola a todos”, que “hola a todos y todas” o “hola a todos, todes y todas”, apunta. Pero también en algunos casos están cargadas de ambigüedad. Se puede ocupar una misma palabra para significar sentidos distintos, dice, recordando las críticas de Pascal a los jesuitas. A veces, es verdad, eso permite llegar a acuerdos políticos. Y por eso, según Trujillo, “cada palabra… es un vestigio de un acuerdo que ocurrió en la historia”. Pero frente al nuevo diccionario de la política  habrá que ver si logramos conveger en ciertas palabras. Si lo hacemos, dice, quizá “tengamos buena parte de un enredo resuelto”. Queda por verse.

Y en tiempo de política identitaria, el desafío es doble, porque como agrega Yanira Zuñiga en su columna de esta semana, detrás de los dichos de Piergentili está “su preocupación por como las agendas identitarias opacan la agenda socioeconómica”. Un debate, dice Zuñiga, donde hay que evitar reduccionismos o caricaturas, porque “el déficit crónico de reconocimiento es también una gran fuente de injusticia”. Y el caso, de Elisa Loncón y sus antecedentes académicos, dice, es prueba de ello. Hay una hostilidad excesiva, asegura. Aunque en eso algunos opinan distinto. Para Juan Ignacio Brito lo que hay no es más que el normal escrutinio público que enfrentan todos quienes “han accedido a privilegios”. Es el costo de ser figura pública.

La salud de la Salud

Pero de los asuntos ideológicos –y también simbólicos- nos vamos a los problemas reales de la gente, que por estos días han inquietado a más de un columnista. Y aquí las palabras también tienen algo que decir. Ahí está el caso del gas a precio justo que de “justo” tenía poco. Había más de ejercicio voluntarista o alquimia de las palabras. Como si nombrando las cosas, el asunto se soluciona. Algunos elevando el debate a una reflexión filosófica, se preguntarán qué es lo “justo”. Pero como para divagaciones inconducentes no estamos, vale seguir con otro tema, que como el gas, también motiva intensos debates por estos días: la crisis del sistema de salud.

Algunos, como Sebastián Edwards, incluso recurrieron a la Inteligencia Artificial para buscar soluciones, pero sin mucho éxito. Por eso, él prefirió plantear su propia solución, una suerte de “capitalismo popular” para salir del entuerto. “Un camino que vale la pena investigar”, dice. Y lo resume en cuatro puntos: “(1) Las Isapres emiten acciones por los 1,4 mil millones de dólares; (2) los afiliados reciben acciones por los cobros excesivos; (…) (3) los dueños actuales dejan de ser los controladores, los nuevos dueños son los usuarios, y (4) los afiliados pueden si quieren vender las acciones”. El asunto es que más allá de los detalles que habría que resolver para aplicar el plan, Edwards asume que es sólo un primer paso. “Para verdaderamente solucionar los problemas de la salud” se necesita mucho más, apunta.

Y lo dice también Rolf Lüders: si bien lo primero es resolver la actual crisis, hay que tener presente que “inmediatamente después hay que abocarse a cambiar o mejorar el sistema”. Y más allá del camino que se elija, para Jaime Mañalich es importante no olvidar que “lo que se debe proteger es la salud de los enfermos”. Porque a veces, dice, el debate en parte del oficialismo parece “una lucha de principios donde la racionalidad sanitaria o económica tiene poco espacio”. Se olvida el objetivo. Tal vez, el ejemplo del “gas a precio justo” ayude a reflexionar. Las palabras no son suficientes.

Boletín semanal de Opinión de La Tercera por Juan Paulo Iglesias

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