Decía Mark Twain que “la verdad es más extraña que la ficción, porque la ficción está obligada a atenerse a las posibilidades y la verdad no”. Y algo de eso parece resonar hoy con una sublevación armada en Rusia que parece sacada de una novela de Tom Clancy –o de una película de James Bond, como sugiere esta semana Thomas Friedman en una columna en The New York Times. La realidad de pronto se volvió más sorprendente que la ficción –¿será por eso que los documentales hoy alcanzan una repercusión que antes no tenían? Desde que dos aviones de pasajeros chocaron contra las Torres Gemelas y una pandemia paralizó el planeta, todo es posible. Y lo de la realidad y la ficción también aplica por acá, con nuestra propia versión de El Mecanismo.

 

 

La serie de Netflix sobre el escándalo de Lava Jato en Brasil se convirtió en referencia para los escándalos de corrupción. Lo menciona Francisco Aravena en el título de su podcast sobre el caso Democracia Viva y atravesies también varias de las columnas de estos últimos días sobre el tema. En lugar de “mecanismo” Sebastián Izquierdo, por ejemplo, habla de modus operandi, que para el caso es lo mismo. “El plan”, dice, fue “desviar más de $ 400 millones de recursos públicos y transferirlos a una fundación desconocida llamada Democracia Viva”. “El modus operandi” fue un éxito, apunta, pero su revelación sacudió “la confianza ciudadana” y para restablecerla es clave modernizar el Estado.

 

Y, tomando lo que plantea Óscar Guillermo Garretón, pareciera que mientras “ese mecanismo”, el de la corrupción opera eficientemente, el otro, el del Estado, no. Es “inepto y degradado como servidor de la nación”. Actualmente, dice, “cunde la desconfianza ante las demandas de más gasto público, al ver a un Estado privatizado en beneficio propio por incumbentes a tiempo completo”. Por eso, apunta, lo que se necesita es una “gran reforma, la más revolucionaria”, para devolverle a la nación el Estado. Hace falta, “un Estado probo y eficiente por la calidad de sus instituciones y sus regulaciones, no por creerle a una casta de supuestos ‘puros’ para hacer crecer la economía”. Si este gobierno “ya no será transformador del presente”, al menos “podría serlo del futuro”.

“Tu desconfianza me inquieta y tu silencio me ofende”, escribía Unamuno, pero el hecho es que en este caso por muy inquietos que estén, la desconfianza parece inevitable. El problema es que con lo sucedido, apunta Paula Escobar, “se ayuda a debilitar un aspecto clave de la democracia: la confianza en las instituciones”, porque “lo que esta fundación ha hecho” es sembrar “más dudas y sospechas sobre el Estado”. “Le disparó”, además, “una flecha –que se ve mortal- al pacto fiscal que el ministro Marcel seguía tratando de sacar adelante”. Sólo queda avanzar en una agenda de modernización del Estado. Por tentador que sea, apunta, a la oposición no le conviene contribuir a que se desborde el río, porque “cuando el río se sale arrasa con todo lo que tiene por delante”.

De lo moral a lo inmoral

Y volvimos por estos días al asunto de la moral. Maquiavelo decía que la política no tiene relación con la moral, pero parece que a veces cuando algunos intentan juntarla, y apoyarse en discursos morales, los costos pueden terminar siendo mayores que los beneficios. Como escribe Daniel Matamala, al final “no hay generaciones más morales que otras, ni sectores políticos más o menos éticos, apenas hay quienes ya están “donde haiga” y quienes aún no han tenido acceso a aquellas mieles”. Un asunto de oportunidad. Si realmente quieres conocer a alguien, dale poder, dice un viejo aforismo –obra, dicen, de Confucio. Y este caso es muestra de ello. “La corrupción no se combate”, apunta Matamala, “con proclamas morales sino con instituciones sólidas”.

Hay cierto esnobismo en todo eso –a lo de la superioridad moral, me refiero-, según apunta Ascanio Cavallo, recordando al filósofo estadounidense Stanley Cavell. Este “llamó esnobismo moral a esa tendencia del sujeto que cumple con su deber ético y se ufana de ello, como si nadie más lo cumpliera y como si, por esa razón, estuviera por encima de los demás”, recuerda. ¿Suena conocido? Para Cavallo, RD parece encarnar ese esnobismo. Y si bien, dice, puede ser injusto para sus militantes, hay que reconocer que la trama develada en los últimos días “pone en cuestión todo el discurso de purificación exorcista que habían mantenido frente al pasado”. “Somos nuestro propio demonio”, decía Oscar Wilde. Algunos se habrán dado cuenta de ello en estos días.

“No hay nada más riesgoso que hacer de la ética un instrumento político”, escribe Max Colodro, porque “más temprano que tarde, la naturaleza humana tiende a ser fiel a sí misma”. No se puede escapar a lo inexorable y “los baluartes de la superioridad moral inevitablemente terminan viendo caer sus cabezas al canasto que ellos mismos han colocado”. La historia lo enseña (el problema es que parece que historia ya no se enseña). Y para Colodro, “la generación actual fue siempre su propia caricatura: eternos adolescentes alimentados en su idolatría por padres políticamente frustrados. Y ahora les queda –porque la historia rima- “repetir el ritual de su autopsia, del mismo modo como lo hicieron generaciones anteriores: poner el grito en el cielo y ser implacables.

Y si de nueva generación se trata, para Pablo Ortúzar, lo que revela Democracia Viva va más allá del caso puntual. “Esta nueva crisis”, dice, “tiene elementos recurrentes: personajes jóvenes de perfil político universitario en cargos públicos con altos sueldos, baja capacidad de asumir responsabilidades, victimismo estratégico y actuación autointeresada en nombre de los débiles y postergados”. La generación de los derechos y no de los deberes. Hay algo de la tesis de Peter Turchin sobra la sobrepodrucción de elites, según Ortúzar, en lo que pasa en Chile. “Un exceso de convencidos de merecer más estatus, poder y plata”. Nada de que “si quieres celeste, que te cueste”. Y el problema, dice, es que todo ello nos aproxima cada vez más al que “se vayan todos”.

Un mundo sin matices

Hay cierta simpleza en las lógicas políticas de hoy, como si la cultura del click, que pone al alcance de todos casi cualquier cosa se ha trasladado también a la gestión pública. O quizá es efecto de la polarización o del “nosotros contra ellos” del que escribe Ian Bremmer en su libro titulado precisamente así. Puede incluso ser una contaminación hollywoodense, efecto de la ficción simplista que divide todo entre buenos y malos… para qué poner matices, así la gente entiende mejor. Todo ello parece estar en el coctel de problemas que vivimos hoy. Lo apunta, por ejemplo, Soledad Alvear esta semana. “Uno de los fenómenos políticos”, dice, “que recorre América Latina son los que creen tener solución para todos los males”. Y los hay en la derecha y en la izquierda.

Hay cierto “simplismo para ver el mundo”, apunta Alvear. Tal vez todo es culpa del desorden en el que estamos. Como dice Carlos Meléndez en su columna de esta semana, “Los individuos solemos pertenecer a alguna colectividad que nos involucra en política”. El problema es que la crisis de los partidos desdibujó todo y hoy “ninguna identidad partidaria parece tener una resilencia vigorosa”. Por ello, sugiere, terminamos siempre volviendo al origen, porque “ser de ‘izquierda’ o ‘derecha’ sigue sosteniéndose en reminiscencias de larga duración”. “Sorprende”, apunta, “la escisión social que sigue generando la dictadura de Augusto Pinochet”. Y uno podría agregar ahora, también el gobierno de Allende. Es como el título de esa película: “el pasado nos condena”. Así estamos.

Y si de rimas entre la ficción y la realidad se trata, la creación de la Comisión Asesora contra la Desinformación trajo a relucir otras según Gabriel Zaliasnik. “A muchos (…)”, dice, “hizo recordar el distópico Ministerio de la Verdad de la obra 1984 de George Orwell”, pero, “en mi caso, recordé también el cuento En el bosque del escritor japonés Ryunosuke Akutagawa”. Ese donde cada personaje da su versión de un asesinato. Podrían ser falsas o verdaderas. es como El Ultimo Duelo de Ridley Scott. La verdad es escurridiza. Y ello se vuelve más preocupante, apunta, citando a Carlos Peña, cuando estamos ante una generación donde “la subjetividad se transforma en el criterio final de lo que es correcto o no”. Y ahí sí el riesgo es que realidad y ficción se diluya.

Boletín semanal de Opinión de La Tercera por Juan Paulo Iglesias

/gap