En medio de la conmemoración de los 50 años del golpe, llamados del gobierno para firmar una declaración conjunta sobre el 11 de septiembre y un ambiente que, según muchos, se ha polarizado, el escritor y analista político Sergio Muñoz Riveros vuelve a defender la democracia. Pero en todo momento. Y en estos últimos años se ha centrado en el estallido del 18-O (o «revuelta» como él lo llama) y cómo afectó a la sociedad chilena.

Es parte de lo que aborda en su nuevo libro «La democracia bajo asedio» (Tajamar Editores) que será presentado el miércoles 26 de julio, en la Universidad San Sebastián, por la historiadora Lucía Santa Cruz y el abogado y académico Eduardo Saffirio.

Muñoz Riveros divide su texto en seis partes: El prólogo: El gran extravío; los capítulos: El estallido no fue social; La marca del octubrismo; La aventura constituyente; Principio de acción y reacción y Ensayo de gobierno. Y el epílogo se titula: Lecciones que van quedando.

Sobre el anterior proceso para escribir una nueva Constitución, Muñoz Riveros escribe: «El fracaso de la Convención Constitucional (…) no se explica por la falta de expertos, sino porque allí no hubo suficientes defensores de la República bicentenaria y la democracia liberal».

También se refiere al triunfo del Rechazo que define como «la irrupción del sentido de realidad». Apunta que fue «la reacción en legítima defensa de un país que se negó a ser refundado y desarticulado en varias naciones».

Y justo ahora que resurgió el oficialismo una repentina valorización de los «30 años», Muñoz Riveros -quien ha sido un ferviente defensor de ese período, señala: «Chile progresó sobre bases firmes porque la institucionalidad democrática se fue afianzando a través de sucesivas reformas constitucionales, lo que permitió que las libertades se consolidaran como el marco de la convivencia en paz».

Así como el analista subraya los avances logrados en esos años, su análisis sobre el 18-O es lapidario: «Está pendiente la investigación de la oscura trama del ataque a mansalva que sufrió nuestra convivencia. Pero, abundan las evidencias de que entonces convergieron fuerzas políticas y delictuales dispuestas a causar el mayor daño posible. El objetivo fue desestabilizar al Estado, descomponer la actividad económica, generar una situación de caos, aterrorizar a la población y, finalmente, derrocar al gobierno constitucional. Casi lo consiguieron todo».

Antecedentes de su última obra, son los libros «La democracia necesita defensores» (2020) y «Estado de alerta» (2021), ambos publicados por Ediciones El Líbero.

Lee acá el Prólogo completo de «La democracia bajo asedio».

El gran extravío

Luego de las traumáticas experiencias del gobierno de la Unidad Popular y de la dictadura de Augusto Pinochet, Chile tuvo 30 años de estabilidad política y progreso económico y social. Por el alcance de los logros, es un período que cuesta comparar con cualquier otra etapa de su historia, al punto de que consiguió acercarse como nunca antes al umbral del desarrollo. Ello fue posible porque una amplia mayoría de la sociedad comprendió que lo fundamental era poner cimientos firmes a la democracia, sostener la cultura de la libertad y, consiguientemente, excluir la violencia como método de acción política.

El país pudo inaugurar una etapa de paz y estabilidad gracias a que las corrientes de centroizquierda y de centroderecha demostraron haber asimilado las dolorosas enseñanzas del pasado, y establecieron, por encima de las discrepancias y la competencia, un compromiso con la democratización de la vida nacional y, al mismo tiempo, un acuerdo básico en torno a una matriz de modernización capitalista que alentó el crecimiento y la cohesión social.

El régimen de libertades permitió que Chile potenciara su apertura económica al mundo, alentara la iniciativa privada, mejorara las regulaciones del mercado, controlara la inflación y convirtiera en principio de gestión las normas sobre responsabilidad fiscal y las orientaciones contracíclicas en la economía. El país se hizo más próspero, y gracias a ello redujo sustancialmente la pobreza y vio surgir una nueva clase media. Con gobiernos de centroizquierda y de centroderecha, Chile dio un enorme salto de progreso. Hay un mundo de diferencia entre la realidad institucional, económica, social, educacional y sanitaria de hoy y la de hace 40 o 50 años.

El régimen democrático funcionó sin interrupciones desde 1990, pero no habría sido sencillo afianzar la convivencia en libertad sin el progreso material conseguido gracias al dinamismo de la economía de mercado y al papel del Estado como promotor de la integración social.

“El período de la historia nacional que se inició en 1990 y que culminó hace poco más de tres años -recordaron recientemente tres destacados economistas-, estuvo caracterizado por profundos cambios económicos y sociales. El Producto Interno Bruto del país creció anualmente un 6,23% (real) entre 1990 y 1999, un 4,5% entre 2000 y 2009, y un 3,34% entre 2010 y 2019. La formación bruta de capital creció un extraordinario 7,10% anual en todo el período. La pobreza cayó significativamente desde un 45,1% en 1987 hasta un 8,7% en 2017. La desigualdad, usualmente más difícil de reducir, también se redujo: los datos del Banco Mundial indican que el Gini era 57,2% en 1990, pero un 44,4% en 2017. No hay otro país de América Latina que tenga estos logros”.

Chile progresó sobre bases firmes porque la institucionalidad democrática se fue afianzando a través de sucesivas reformas constitucionales, lo que permitió que las libertades se consolidaran como el marco de la convivencia en paz. Desde la primera elección, en diciembre en 1989, no se interrumpió la renovación periódica de los poderes Ejecutivo y Legislativo mediante elecciones libres y competitivas. Ningún Presidente intentó cambiar las reglas con que había sido elegido para quedarse más tiempo en el poder. La división de poderes funcionó sin alteraciones. El pluralismo político y cultural se convirtió en una forma de vida.

En febrero de 2023, la organización Economist Intelligence Unit dio a conocer su informe anual sobre el Índice de Democracia en el mundo. Allí, se evaluaron 5 aspectos: proceso electoral y pluralismo, funcionamiento del gobierno, participación política, cultura política y libertades civiles. Del puntaje asignado a 165 países, el informe estableció la existencia de 59 regímenes autoritarios, 36 regímenes híbridos, 48 democracias defectuosas y 24 democracias plenas. En América Latina, sólo son democracias plenas Uruguay, Costa Rica y Chile.

Sin embargo, en los últimos años, la democracia enfrentó en Chile la más dura prueba surgida desde 1990, como consecuencia de los disociadores efectos políticos de la ola de violencia, destrucción y pillaje que estalló en octubre de 2019, la cual intentó hacer saltar la legalidad por los aires y provocar un quiebre institucional.

Está pendiente la investigación de la oscura trama del ataque a mansalva que sufrió nuestra convivencia. Pero, abundan las evidencias de que entonces convergieron fuerzas políticas y delictuales dispuestas a causar el mayor daño posible. El objetivo fue desestabilizar al Estado, descomponer la actividad económica, generar una situación de caos, aterrorizar a la población y, finalmente, derrocar al gobierno constitucional. Casi lo consiguieron todo.

En aquellos días, el extremismo de izquierda y el mundo del hampa confluyeron en una ofensiva por inhabilitar socialmente a Carabineros, con el fin de neutralizar a sus efectivos en el terreno operativo y, en lo posible, provocar su hundimiento como institución. Con el paso del tiempo, quedó de manifiesto cuán corrosiva fue la campaña de odio en su contra, financiada probablemente por las organizaciones criminales que requerían ciudades sin policías.

En 2019, todos los partidos opositores, obnubilados por el deseo de debilitar al gobierno de centroderecha, asumieron una actitud indulgente hacia los desmanes y buscaron capitalizar sus efectos, ilusionados incluso con la posibilidad de volver a La Moneda antes de 4 años. Por su parte, los partidos de centroderecha, en actitud medrosa, se refugiaron en la interpretación social de lo que ocurría, y no se atrevieron a denunciar y enfrentar la sedición que estaba en marcha.

Muchos de los que ayer validaron la barbarie, hoy ponen cara de inocentes en las universidades, los canales de TV, el Congreso y La Moneda. Fueron partidarios del turbio principio de que el fin justifica los medios. Avalaron el reclamo de todos los derechos sobre la base de aceptar el desconocimiento de todos los deberes.

El retroceso de la política estimuló la confusión, la incertidumbre y el temor, lo que sirvió para crear la perspectiva ilusoria de que, para conseguir la paz, había que desmontar el orden constitucional vigente y armar otro enteramente nuevo. El Presidente Piñera, acosado por la violencia y la presión populista, cedió entonces a la idea de constitucionalizar la crisis. Vino así el acuerdo firmado el 15 de noviembre de 2019, con un mensaje que consagró el malentendido de que la violencia iba a cesar si se elaboraba otra Constitución.

Fue el momento de la exaltación de la hoja en blanco. Preocupados de protegerse a sí mismos, los negociadores de 2019, casi todos parlamentarios, ni siquiera revisaron la Constitución que proponían reemplazar. Priorizaron la dimensión simbólica del cambio antes que su real necesidad. No se les pasó por la mente que los cambios pueden constituir retrocesos.

La compulsión constituyente dañó la democracia real y fomentó la inestabilidad. En rigor, el objetivo de tener otra Constitución fue para algunos un método para ganar poder mediante la remodelación del país según las pautas del populismo latinoamericano. El fracaso de la Convención Constitucional, que funcionó entre julio de 2021 y julio de 2022, no se explica por la falta de expertos, sino porque allí no hubo suficientes defensores de la República bicentenaria y la democracia liberal. Predominaron allí el desdén por el Estado nación, el desprecio por la transición iniciada en 1990 y la complicidad con la violencia política. Detrás de todo eso, estuvo “el espíritu de octubre”, el espejismo revolucionario que se sintetizó en el proyecto de Constitución por cuya aprobación el gobierno del Presidente Gabriel Boric hizo hasta lo indebido.

El triunfo del Rechazo en el plebiscito constitucional del 4 de septiembre de 2022 representó la irrupción del sentido de realidad, pero también del impulso de supervivencia. Fue la reacción en legítima defensa de un país que se negó a ser refundado y desarticulado en varias naciones. Se expresó entonces un intenso deseo de orden y seguridad, de oposición a los cambios que puedan descomponer la vida nacional y, ciertamente, de condena de la violencia.

Pasado el plebiscito, Chile siguió funcionando dentro de las disposiciones de la Constitución vigente, tal como lo establecía el artículo 142, incorporado por la reforma de diciembre de 2019: “Si la cuestión planteada en el plebiscito ratificatorio fuere rechazada, continuará vigente la presente Constitución”. No había en ningún caso un vacío legal. Sin embargo, los cálculos partidistas pusieron en marcha un nuevo experimento. El Congreso volvió a descartar la vía probada de las reformas graduales, y avaló otro intento de rediseño institucional completo.

El 7 de mayo de 2023, fue elegido un nuevo órgano encargado de elaborar otro texto, el Consejo Constitucional. El resultado no hizo sino reafirmar que una amplia mayoría se opone a los cambios espasmódicos y desea mejorar las instituciones, no desmantelarlas. Esa mayoría juzgó críticamente el rumbo que lleva el país y la gestión del gobierno.

En condiciones democráticas, los cambios constitucionales no pueden concebirse al margen de la estabilidad y la gobernabilidad. Es hora de que todos los partidos entiendan que Chile no es un laboratorio en el que se puede experimentar indefinidamente.

Lo esencial es que vivimos en libertad y necesitamos reforzar el Estado de Derecho que lo hace posible. Hoy y mañana, lo definitorio será la lealtad con la democracia, de lo cual, como está probado, no es garantía ningún texto.

Original de El Líbero

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