Entender las complicaciones que tuvo el gobierno del Presidente Gabriel Boric para liderar una declaración de todos los partidos políticos del país de condena al golpe de Estado de 1973 y de compromiso con la democracia como la única solución a los conflictos políticos es menos relevante que analizar la poca voluntad que existe en un amplio sector de la izquierda para condenar la violencia política.
Precisamente porque el estallido social de 2019 y el inicio del proceso constituyente son inseparables de la violencia política que fue condonada por buena parte de la izquierda durante esas críticas semanas, la condena a la violencia política inevitablemente requiere que revisitemos la legitimidad del proceso constituyente en el que actualmente se encuentra embarcado el país. Si efectivamente creemos que la violencia no puede ser una forma de enfrentar nuestros problemas políticos, debemos también aceptar los cuestionamientos a la legitimidad de un proceso constituyente que no se habría producido de no ser por los saqueos, incendios y el miedo generalizado al descontrol social que se apoderó de buena parte de la clase política en octubre y noviembre de 2019.
Es esencial que los partidos se comprometan con el principio de que los problemas de la democracia se solucionan con más democracia, no con violencia. En el contexto de los 50 años del golpe de Estado de 1973, el compromiso con la democracia debiese ser un valor incuestionable e intransable. Pero, contrario a lo que algunos en el gobierno sugieren, sí parece haber un consenso en la clase política del país de la necesidad de defender la democracia y rechazar los golpes militares. Es cierto que hay discrepancias sobre quiénes cargan con la responsabilidad de la crisis política que vivía el país en 1973. Pero nadie relevante en la política chilena hoy dice sentirse orgulloso por el golpe de Estado. Algunos lo ven como un mal necesario, otros como un resultado de la irresponsabilidad de gobierno y oposición en los meses que precedieron al evento. Pero, contrario a lo que a veces ha sugerido mañosamente el gobierno, nadie anda justificando el golpe como una opción deseable para solucionar crisis.
En cambio, hay discrepancias respecto a qué tanto legitiman o justifican la violencia política los líderes sociales y los representantes democráticamente electos en el país. Durante el estallido social de 2019, varios líderes políticos, incluido el propio Presidente Gabriel Boric, se negaron a denunciar la violencia de los manifestantes que se saltaban los torniquetes o de los que expresaban su descontento destruyendo propiedad pública. Hasta el día de hoy muchos alegan que saltarse torniquetes no constituye violencia política. El entonces diputado Gabriel Boric defendía con entusiasmo la violencia de aquellos que se habían tomado la Plaza Italia impidiendo la libre circulación de las personas por esa zona que, mañosamente, quisieron renombrar como Plaza Dignidad.
La primera presidenta de la Convención Constitucional, Elisa Loncón, cuando se le consultó sobre los grupos armados en la macrozona sur, dijo, muy livianamente, “yo no tengo el estándar de Mandela en este momento para pedir que bajen las armas”. Esa declaración nunca generó ningún tipo de condena por parte de los principales líderes de la izquierda. Loncón siguió siendo presidenta de la Convención, lo que de facto representó una aceptación por parte de la mayoría de izquierda que controlaba la Convención de que la violencia es un método legitimo para avanzar causas políticas. Hasta el día de hoy, ninguno de los principales líderes de izquierda, incluido el propio Presidente Boric o sus ministros, ha salido públicamente a criticarla por sus dichos.
Abundan los ejemplos de actos y declaraciones de muchos líderes de izquierda que justifican los hechos de violencia cometidos por los manifestantes durante el estallido social. Ingenua o mal intencionadamente, sugieren el falaz argumento de que cuando hay gente movilizada en las calles hay que escuchar la voz del pueblo. Pero son incapaces de aceptar que la voz del pueblo se expresa en las urnas en elecciones donde cada persona vale un voto y no en la calle, donde los que tiran piedras y saquean ejercen más influencia que los que marchan pacíficamente.
Es cierto que ayudaría mucho al país que la clase política se ponga de acuerdo en su apoyo a la democracia y demuestre que, pese a sus diferencias, es capaz de tomarse de la mano para demostrar un objetivo común y valores compartidos. Pero la imposibilidad de lograr eso hoy tiene mucho más que ver con la incapacidad de muchos líderes de izquierda de denunciar la violencia política como herramienta ilegítima para avanzar causas propias que con la visión que tienen distintos chilenos sobre el golpe de Estado. La falta de voluntad para rechazar toda forma de violencia política hoy es mucho más dañina para la democracia chilena que las discrepancias en las lecturas de izquierdistas y derechistas sobre cuáles fueron las causas del quiebre de la democracia en 1973.
Por Patricio Navia, sociólogo, cientista político y académico UDP, para El Líbero
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