Se le atribuye a la genialidad de Groucho Marx haber dicho que la felicidad está hecha de pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna. Más allá de cada uno de los oxímoron que constituyen la enumeración, nos dice que las cosas tienen una entidad que no se altera por más adjetivos que se le adicionen; así como que la vida está formada por un conjunto de elementos que individualmente podrían considerarse incrementos o detrimentos discretos, pero que agregados definen realidades diferentes.
Recuerdo debates a propósito de distintas reformas durante las últimas décadas: regulaciones laborales, alzas tributarias, restricciones medioambientales, facultades de fiscalización con riesgo de que se pudieran ejercer arbitrariamente, entre otras. Cuántas veces escuché argumentos del tipo: ¿tú crees que los empresarios no van a invertir por este cambio? Y claro, cada uno de esos cambios aislados no parecía suficiente para detener nuestra economía, para desviar la inversión a otros países, para contratar menos trabajadores y reemplazarlos por tecnología.
Pero después de décadas de un cambio tras otro, nuestro crecimiento potencial es paupérrimo, la inversión está prácticamente estancada, los principales grupos económicos chilenos han desplazado su centro de interés e incluso de administración a otros países y hace rato dejamos de ser el país estrella de América Latina.
Ahora, se percibe lo mismo respecto de las instituciones, prácticas y culturas sobre las que se asienta nuestra democracia. Hemos transitado el camino del debilitamiento del orden público, al delincuente encapuchado que destruye la propiedad pública y privada se le llamó “manifestante”, mientras al carabinero que defiende el imperio de la ley se le denominó “represor”; para muchos de los primeros: pensiones de gracia; para muchos de los segundos: persecución judicial y condenas de cárcel.
La libertad de expresión se convierte en tema de discusión, porque el gobierno forma una comisión asesora sobre la desinformación, entrando en un camino peligroso, ese en que la verdad es objeto de discusión en el contexto de lo “oficial”.
Ahora, reviviendo una vieja práctica, se organiza una marcha de apoyo al Presidente de la República, conducta fascistoide, que recuerda el siglo XX, los totalitarismos con sus personalismos absolutistas y también a los caciques latinoamericanos, empezando por Perón, el destructor de Argentina. Sí, también en el gobierno de Pinochet se organizaron. ¿Desde cuándo ese es un argumento de validación para la izquierda?
Vamos con los acarreos con micros financiadas por municipios, La Moneda evaluando a sus alcaldes por su “compromiso”, funcionarios organizando, control en los servicios públicos: “¿fue a la marcha Martínez? Por supuesto jefe, con toda la familia. Hay que apoyar al Presidente”.
Groucho diría: la destrucción de la democracia está hecha de pequeñas cosas: una pequeña condena a un carabinero, una pequeña comisión de desinformación, una pequeña marcha.
/escrito por Gonzalo Cordero para La Tercera