Los antiguos emperadores chinos reinaban en forma absoluta porque se suponían investidos por un mandato del cielo. Sus millones de súbditos se les sometían íntegramente porque aceptaban eso y los llamaban “hijos del cielo”. El supuesto mandato podía durar varias generaciones para los miembros de una misma familia dinástica, destinada a gobernar hasta que el tal mandato se revocara. Y la forma en que el cielo caducaba su mandato era el de las catástrofes nacionales (inundaciones, temporales, sequías, bandidajes masivos, rebeliones reiteradas, etc.). Ni qué decir tiene que los soberanos vivían pendientes de los síntomas que anunciaban catástrofes naturales, porque podían terminar en crisis dinásticas que serían sucedidas por otra dinastía. Por eso es que se preocupaban mucho de estar preparados para actuar en cuanto asomaba una catástrofe y volcaban todos sus recursos en contenerla lo antes y lo más radicalmente posible.
Pero ocurre que nosotros los chilenos vivimos en las antípodas temporales y geográficas de la antigua China, de modo que nuestros gobiernos suelen encontrarse con “los pantalones abajo” cuando alguna catástrofe natural se abate sobre el país y eso a pesar de gastar fortunas en pagarle a burócratas que supuestamente están para prevenir y actuar a tiempo cuando es necesario hacerlo. Por eso es que es larga la lista de catástrofes cuyos estragos se agravan por la tardía o nula reacción de los gobiernos de turno. Basta recordar el “papelón” de Bachelet cuando el maremoto ensombreció su destartalado gobierno.
Hoy día, la tecnología ha avanzado lo suficiente como para que se hagan predecibles hasta los grandes terremotos. Todavía es más previsible un temporal, puesto que la observación satelital permite prever el desplazamiento de los frentes con varios días de anticipación. Pero, pese a todo esto, los gobiernos chilenos siguen reaccionando tarde y desmayadamente a la hora de enfrentar las consecuencias de estos fenómenos. Claro es que entre todos estos gobiernos, al que menos se le puede pedir prestancia ante la naturaleza, es al gobierno actual de Gabriel Boric. Tratándose de una administración que llega atrasada hasta a sus propios e inútiles conclaves fuera de la Moneda sería de excesivo optimismo esperar de ella una reacción adecuada ante un temporal como el recientemente sufrido por la región central del país.
La ocurrencia de estas desmayadas respuestas nos demuestra la necesidad de inventar, de alguna manera, un sistema para caducarle el “mandato del cielo” a los gobiernos que de tales sólo tienen el nombre porque, en realidad, no cumplen ni con el deber mínimo de ejercer la soberanía del estado sobre todo el territorio nacional. El caso del gobierno de Boric es la demostración actual y viva de lo que ocurre en un país que está condenado a soportar durante cuatro largos años el desgobierno que estamos comprobando a diario.
Si se repasa la justificación del apelativo de “desgobierno”, el se demuestra con solo repasar los lugares y las problemáticas donde el Estado chileno hoy ya no ejerce soberanía. No la ejerce en La Araucanía, donde existe una guerrilla organizada e irreductible por la vía del avenimiento. Hoy no la ejerce en buena parte de las fronteras territoriales, puesto que por ella penetran diariamente inmigrantes totalmente incognitos para nuestras autoridades. Hoy no lo ejerce en amplio sectores de las principales ciudades del país, donde las bandas criminales son dueñas de la situación y superan la capacidad de control de las fuerzas públicas encargadas del respeto a la ley. No la ejerce en gran parte de los colegios y universidades debido a un absurdo principio de extraterritorialidad que ha impuesto la demagogia política.
Ante todo esto, la ciudadanía debería disponer de algún mecanismo constitucional para destituir al gobierno que no es capaz de gobernar y así evitarse un periodo de mayor daño y deterioro. Por ejemplo, se podría establecer un plebiscito derogatorio a mitad del periodo presidencial, lo que ciertamente ayudaría eficazmente a que los gobiernos se esmeraran en realmente merecer el título de tales.
Los desastres derivados del último temporal desatendido oportunamente no son los peores que amenazan a Chile. De continuar el declive económico del país, la situación de los sectores más vulnerables se volverá crítica, agravada por situaciones absurdamente mantenidas en términos de colapso, como es el caso de la salud y la educación pública, para no hablar de la inseguridad física que cada día se acentúa más. Eso amenaza tormentas sociales y políticas de cuya hondura y gravedad nadie parece darse cuenta. Abundan los ejemplos históricos, actuales y del pasado, que demuestran cómo un país se puede tornar fallido por las crisis de ese tipo. Si tal situación se produce con la actual incapacidad de gestión del gobierno, podemos ir a parar a colapsos irreparables. Y que conste que esto no es un alarmismo inútil. Porque bien puede pasar a ser un presente de pesadilla.
Aunque estemos tan lejos de China en el tiempo y en la distancia de los emperadores “hijos del cielo”, necesitamos con urgencia un sistema para derogar oportunamente ese mítico “mandato del cielo”.
/Escrito por Orlando Saenz para El Líbero
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