Ya han pasado cuatro años del fatídico 18-O, en que muchos nos encontramos con un Chile desconocido, no porque fuéramos ciegos a los problemas existentes, sino porque nunca pensamos que tantos consideraran la violencia irracional como un camino legítimo para impulsar cambios. Y así fue, sorprendente sobre todo a nivel político, cuando los intentos por controlar esa barbarie eran considerados por gran parte de la izquierda “la criminalización de la protesta social”.

Es muy llamativo también que aún no sepamos nada sobre los organizadores y financistas de la mayor ola de violencia de la historia, que dañó y destruyó parte importante de la red de Metro y de nuestro patrimonio arquitectónico, aunque sí conocemos quienes fueron los que se beneficiaron de esa irracionalidad; aquellos que llevaban mucho tiempo intentando cambios radicales a nuestra institucionalidad, aquellos que, en modo consigna, querían terminar con la Constitución del 80. Fueron muy exitosos, lograron convencer a casi un 80% de la población de que la Constitución era nuestro principal problema, y luego lograron elegir a una gran mayoría de convencionales para que redactaran la refundación de Chile desde las cenizas.

Sin embargo, cometieron errores graves en el proceso, el más importante a mi juicio, olvidarse de que la satisfacción de demandas sociales es inviable sin el tan cuestionado y vilipendiado por ellos, proceso de crecimiento económico. Ya lo habían empezado a destruir con las reformas anti-productividad en el gobierno de Bachelet II, a las que se sumaron después las políticas populistas que promovieron a raíz de la pandemia.

Todo empezó a salirles mal entonces, el gobierno de Boric empezó a cosechar lo que habían sembrado; nulo crecimiento y elevada inflación, con un creciente problema de inseguridad pública, mientras se redactaba un verdadero Frankenstein constitucional. El rechazo a todo este desastre fue gigantesco. Nos salvamos del precipicio, pero el contexto siguió siendo menos que mediocre, lo que al menos ha permitido que se vayan corrigiendo los errados diagnósticos que nos condujeron a este entuerto.

Sin embargo, no abandonaron el discurso de la nueva Constitución, lo que llevó a un nuevo proceso constituyente, tratando de corregir los errores del anterior. Un nuevo fracaso para esa izquierda refundacional fue que la población prefirió que ahora la escribiera la derecha, y además liderada por aquellos que habían rechazado toda refundación desde el inicio. La propuesta ya está casi terminada, y a pesar de algunos artículos que han generado harta polémica, lo cierto es que el resultado es mejor, sin duda, a la Constitución aún vigente.

Lo primero, y más importante, es que corrige el grave problema de fragmentación política, originado en la reforma constitucional de 2017, causa importante de los problemas de polarización y parálisis política. Avanza también en materias de administración del Estado, funcionamiento del Poder Judicial, funciones de la Contraloría y principios de descentralización, entre muchas otras materias que se perfeccionan.

Sin ninguna duda, la izquierda votará en contra, apoyando la que ellos llaman la Constitución de Pinochet. Vaya paradoja ¿no era tan mala entonces? Lo que ocurre es que independiente de su texto, pasó a ser la Constitución “habilitante” para el Partido Comunista, ya que ahora tiene quórums tan bajos para ser modificada, que basta la mayoría que tuvieron hace pocos años para diseñarla a su antojo. Sólo por eso, por la incerteza jurídica que genera, difícilmente permite recuperar el proceso de desarrollo.

¿Y qué pasa con los derechos sociales, aspecto central en la discusión constitucional de la última década? La verdad es que esta discusión ha estado rodeada de mitos, el principal, la demonización del Estado subsidiario, que en realidad es perfectamente compatible con la solidaridad. El segundo, la “Constitución neoliberal” que buscaba minimizar el rol social, sin tomar en cuenta que, con esa Constitución, en los últimos treinta años el gasto social ha crecido al doble del PIB. Eso es lo fundamental, porque la provisión de servicios financiados por el Estado no depende de los derechos sociales que defina el ordenamiento jurídico, sino de que el desarrollo económico permita generar los recursos suficientes para proveerlos.

Entonces, más allá de la redacción específica del Capítulo de Derechos, que ha generado gran controversia, lo central es que nuestra Ley Fundamental genere las condiciones necesarias para ese tan necesario y esquivo proceso de desarrollo, y en ese tema, como dijimos, los avances son importantes. Votar a favor es un requisito para retomar el rumbo que perdimos hace una década.

Por María Cecilia Cifuentes, economista, ESE Business School, para El Líbero

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