El exministro Francisco Vidal, dirigente del PPD y vocero del voto en contra, declaró el lunes 20 de noviembre: “Esta ya es la Constitución de Lagos, de Pinochet no queda nada”. Simplemente, pasmoso. ¿Y lo dice ahora, después de los estragos causados por la agitación populista alentada por su partido, con retroexcavadora y todo, para echar abajo esa misma Constitución, y que en septiembre pasado llamó a aprobar la Constitución refundacional? ¿Lo dice después de que el PPD no fue capaz de elegir ni un solo representante en el Consejo Constitucional elegido el 7 de mayo?
Jaime Quintana, presidente de ese partido y principal activista de la ilusión constitucional, propone ahora que, si gana el voto en contra, el texto vigente quede congelado hasta 2030. Es un modo oblicuo de reconocer que la bandera del reemplazo de la Constitución reformada era una estratagema para ganar poder, y lo era desde los años en que los diputados de su partido integraron “la bancada por la Asamblea Constituyente”, junto a otros esforzados combatientes con dieta parlamentaria.
La campaña contra la Constitución firmada por Lagos partía de la creencia de que la desinhibición no tendría costos. Fue una cruda manifestación de la degradación de la política. La democracia real fue dañada por la imaginería izquierdista, la cual llegó al climax en la Convención respaldada por Boric. Se demostró que la Constitución era un pretexto. Los partidos oficialistas alentaron la crisis, y ahora, como no les gusta el resultado, proponen volver al punto de partida.
La brújula se rompió en 2013, cuando la expresidenta Michelle Bachelet regresó de su primer cargo en la ONU para preparar su segunda candidatura presidencial. Buscó entonces materializar el “giro a la izquierda” que le aconsejaban algunos entusiasmados con la solvencia económica ganada por Chile, para lo cual armó una coalición de todo su gusto, esta vez con el PC. Propuso elaborar una Constitución que dejara atrás la que llevaba la firma de Lagos desde 2005. Fue, en los hechos, la manera de cuestionar la experiencia de la Concertación, y de conectar así con los aires del “Socialismo del siglo XXI”.
Bachelet impulsó una temporada de asambleas y cabildos sin base legal alguna, que proponía “elaborar una nueva Constitución entre todos”. El resultado fue un magma de opiniones sobre las más diversas materias. Nunca presentó un proyecto de nueva Constitución al Congreso. El propósito de su segundo gobierno fue poner las bases de “otro modelo”, pero la consecuencia fue que el país perdió el rumbo. Luego, vino el segundo gobierno de Piñera, quien debió enfrentar el golpismo revolucionario de octubre de 2019.
Nadie duda hoy del contundente aporte de “los constitucionalistas de la escuela Molotov” al debilitamiento del Estado de Derecho. Los propios representantes de la corriente que controló la Convención lo reconocieron: “la violencia hizo lo suyo”, dijeron sin vergüenza. Así es. Y a esa aventura se sumó la antigua centroizquierda, que ha demostrado una impresionante capacidad de mimetización durante el actual gobierno.
Como sabemos, Bachelet apoyó la propuesta refundacional de la Convención, que dividía a Chile en 12 naciones. Ahora, frente al plebiscito el 17 de diciembre, dice que votará en contra “porque no veo que esta propuesta constitucional nos ayude a cohesionarnos como chilenos, como sociedad” . Dijo también que el nuevo texto “pone un límite a lo que muchas mujeres han impulsado por décadas”, pero no indicó ningún artículo del proyecto que permita afirmar tal cosa. Es curioso que ella no diga, como Vidal, que la Constitución vigente es la de Lagos.
En este contexto, es encomiable la actitud del expresidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle. Al llamar a votar a favor del nuevo proyecto, dijo: “Es un voto que se funda en mi convencimiento de que debemos cerrar esta etapa, recuperar la estabilidad perdida. No podemos darnos el lujo de cometer los mismos errores por tercera vez (…). Votaré a favor con total tranquilidad, pues creo que es lo mejor para nuestro país”.
Parece haber coincidencia respecto de la necesidad de concluir este fatigoso proceso. Por lo tanto, se trata de ponderar cuál es el mejor modo de hacerlo, con el fin de renovar el pacto constitucional, reforzar las bases de la democracia representativa y crear condiciones para que el país reemprenda el camino del progreso económico y social.
Es preferible no volver al punto de partida de hace 4 años, Entonces, la Constitución no era el problema. Hoy, sí lo es. Hay que sacar enseñanzas de lo vivido, y dar un paso adelante. El segundo proceso respetó las 12 bases establecidas por el Congreso, ningún sector planteó cuestionamientos ante el Comité Técnico de Admisibilidad, las reglas pactadas se cumplieron plenamente. ¿Subsisten desacuerdos sobre el contenido? Pero eso es propio de la vida en democracia. No se puede confundir la unidad con la unanimidad. El texto asegura la división de poderes y el ejercicio de las libertades. Eso es lo esencial.
Así las cosas, sumando y restando, es mejor votar a favor del nuevo proyecto, y contribuir así a la estabilidad y la gobernabilidad, que tanta falta hacen para que el país se recupere del largo extravío de estos años.
Por Sergio Muñoz Riveros para ex-ante.cl
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