Sebastián Piñera tiene su lugar en la historia de Chile. Lo tiene por haber sido el primer político de derecha en ganar una elección democrática en medio siglo, pero sobre todo por haber introducido la alternancia en el poder, resquebrajando la noción de una “mayoría sociológica” que favorecería por siempre a la centroizquierda y la izquierda. Con Piñera adquirió voz electoral otra multitud, una voz desconcertante para todos los que entonces estaban seguros de saber dónde se ubicaban el oráculo, la justicia y la naturaleza.
Sus adversarios solían decir que gobernaba igual como hacía negocios, apostando y tomando riesgos, pero eso no pasa de ser una metáfora o un retruécano ingenioso. No debía su fortuna al linaje ni a la suerte, sino a la habilidad para identificar negocios con potencial de crecimiento, como muchos otros de su generación y formación. Superó a la mayoría gracias a la tenacidad de quien ha sido minusvalorado muchas veces.
En diciembre de 1989, a pocos días de haber sido elegido senador por Santiago, invitó a tres personas a cenar a su casa, de un modo un tanto enigmático, sin propósito declarado. Se trataba de pedir opiniones acerca de su siguiente campaña, que sería presidencial. Parecía inaudito que alguien que aún no había asumido su primer cargo por elección ya estuviera pensando en el mayor de todos; muy pocos conocían por esos años a Sebastián Piñera.
Esa carrera, meteórica pero sin destino, fue segada por una conspiración cívico-militar a cuyo frente se puso el más conspicuo conspirador de Chile, el empresario Ricardo Claro, que lo consideraba un demócratacristiano encubierto. No era nada de encubierto; sólo no había querido ingresar a la DC porque aquella era una ruta demasiado frondosa para quien va de prisa. La paradoja es que tuvo que esperar otros 20 años, más incluso que Salvador Allende.
Piñera nunca tuvo tanto interés en ser el hombre más rico de Chile como en el de ser presidente de Chile. Su desafío más íntimo era ese: llegar a La Moneda, a la que nunca concibió como una empresa (esa es otra de las caricaturas cortas), sino más bien como una especie de castillo medieval, lleno de pasadizos y túneles y bóvedas y retratos y muebles cuya genealogía conocía de memoria. Por eso lo logró dos veces. En el primer gobierno tuvo que empezar con un terremoto y un accidente minero, mientras que en el segundo debió enfrentar un “estallido” local y una pandemia mundial. La historia dirá, pero, viéndolo de ese modo, quizás fue siempre un hombre de acontecimientos extremos, en contra de un temperamento que no lo parecía.
La cuestión del temperamento es uno de los mayores laberintos de la política, porque a menudo se mezcla con los arquetipos o la ficción. Para Piñera era fácil causar irritación, pero es difícil decir que se solazara con ello. Su humor no pasaba por allí, sino por los juegos de palabras, los ingenios, las bobadas. En su fondo había siempre algo retraído, algo inexpresable, algo culposo, el vago sentimiento de una inadecuación, que quizás se pueda atribuir a su formación cristiana, pero también, y con el mismo derecho especulativo, a sus raíces familiares.
El miércoles 23 de octubre de 2019, una de las jornadas más peligrosas de esos días peligrosos, cuando unos cuantos se ilusionaban con verlo huir en helicóptero (ahora parece un sarcasmo sangrante) de una Moneda tomada, Piñera había decidido permanecer en el palacio, conociendo los riesgos. Esa tarde, de cuando en cuando ojeaba un monitor que mostraba las calles embotelladas, el público huyendo del centro, la Alameda enardecida y humeante, pero el presidente parecía no querer intimidarse por esas imágenes, resistir lo que pudiera pasar. Estaba consciente, como no lo han estado otros, de que a veces La Moneda puede significar la vida. Entre sus temores nunca pareció estar la muerte, excepto por el hecho maldito de que siempre le quedarían taaantas cosas por hacer.
Una parte de la izquierda lo quiso acusar después de delitos horrendos, bordeando los crímenes de lesa humanidad. Una parte de la derecha no le perdonó que cediera una reforma de la Constitución. Ese acuerdo incluía la paz, pero esta no se produjo hasta la llegada del Covid-19, porque para los que estaban en las calles derribar a Piñera era como haber derribado a Pinochet, un sinsentido como sólo pueden provocar el vértigo o la cobardía.
Hay muy pocos políticos de la derecha que no se hayan peleado con Piñera, muchos de ellos amargamente; sólo entre sus discípulos no encontró esa adversidad enconada. Ahora que ha muerto prematuramente, ahora que un lago sureño se ha convertido en una tumba de la república, ahora que ya no es posible darse el gusto de insultarlo, la mayoría de ellos luce una estatura pequeña. Entre otras cosas, porque, como quizás lo deseó siempre, Piñera no vivió sólo una vida, sino varias.
/Escrito por Ascanio Cavallo para La Tercera