La Primera Guerra Mundial generó una serie de desequilibrios políticos en Europa. Sus costos humanos fueron mucho más allá de lo esperado, tanto en vidas como en sufrimiento. Las élites que condujeron a sus pueblos hacia ese matadero, especialmente en los países derrotados, quedaron casi completamente deslegitimadas: muchas monarquías cayeron, muchos altos mandos militares fueron pasados a retiro, la carrera de bastantes políticos llegó a su abrupto fin. La herencia del siglo XIX se apagó en pocos años. Millones de desmovilizados volvieron humillados a sus hogares con la nostalgia por las pasiones del frente, el nacionalismo y la camaradería, viva en sus corazones. Luego, el orden republicano que emergió en muchos países debió luchar contra un trasfondo autoritario, colectivista y espartano. Fueron repúblicas que brotaron en medio de un imaginario no propiamente civil, democracias asediadas por fantasías militares y militantes, donde el individuo mantenía valor sólo como parte del conjunto.

Es en estos tiempos que las vanguardias totalitarias (pues aspiraban a órdenes estatales totales) que protagonizarán la Segunda Guerra Mundial comienzan a calentar motores. Son tres las más importantes: el comunismo soviético, el fascismo italiano (con una variante en el franquismo español) y el nazismo alemán. Sus historias están entretejidas: los bolcheviques triunfan en Rusia traicionando y asesinando al resto de la izquierda, tanto a moderados como a anarquistas. En Alemania, en cambio, los socialdemócratas enfrentan duramente a los comunistas, que son rematados por los nazis. En Italia el fascismo surge como una corriente ultra-nacionalista escindida del propio Partido Socialista (Mussolini, recordemos, fue militante y redactor del principal periódico del Partido Socialista Italiano). España, finalmente, es un laboratorio extraño que hace de prólogo a la Segunda Guerra: Franco es apoyado por nazis y fascistas –a veces con el simple interés de probar la eficacia de ciertas armas-, mientras que el bando republicano recibe, en teoría, ayuda soviética. Pero los soviéticos, tal como retrata Orwell en “Homenaje a Cataluña”, se van mostrando cada vez más interesados en cazar anarquistas y trotskistas que en combatir a los fascistas.

En el Chile de esos años se replican las mismas corrientes que en Europa. Eso sí, la falta de legitimidad política de las élites locales no nace de la guerra sino de lo contrario: el reencuentro amistoso de los bandos oligárquicos de la Guerra Civil de 1891 en la república parlamentaria, que deja a todos sus miembros jugando a la silla musical hasta el hundimiento del gobierno de Juan Luis Sanfuentes en 1920. Por otro lado, hay importantes colonias en Chile de casi todos los países europeos beligerantes, y el tráfico de ideas y propaganda es expedito. Y, por último, hay una nueva clase media con capacidad de fuego, vinculada a la profesionalización de las Fuerzas Armadas. Es en este contexto que se fundan el Partido Comunista Chileno (1922), el Partido Nacista Chileno (1932), la Milicia Republicana (1932) y el Partido Socialista de Chile (1933), entre otros muchos movimientos y organizaciones. Todos amigos, en esos años, de los uniformes, las brigadas, los desfiles y las pistolas.

El fin de la Segunda Guerra Mundial condenará el destino de nazis alemanes y de fascistas italianos, así como el de sus filiales de admiradores internacionales. Los comunistas soviéticos no sufrirán el mismo destino básicamente porque Hitler en 1941 rompe el acuerdo de 1939 con Stalin, lo que lleva al segundo a aliarse con el bando que resultará ganador. En términos de masacres, persecuciones, saqueos, violaciones en masa, limpiezas étnicas, campos de concentración, desapariciones forzadas, antisemitismo y genocidio, lo cierto es que la Unión Soviética de Lenin y Stalin jugó en las mismas ligas que el nazismo de Hitler (ver “El libro negro del comunismo” de 1997 editado por Stéphane Curtois, y “Hambruna roja”, 2017, de Anne Applebaum). Sin embargo, toda su barbarie quedó revestida de legitimidad y olvido por el inmenso aporte que significó el aparato militar soviético para derrotar a la Alemania nazi, aunque el costo fue dejar a la mitad de Europa bajo las garras de Stalin.

Durante todo ese periodo, el Partido Comunista de Chile siempre fue fiel a la Unión Soviética. Y lo que admiraban en ella era justamente su inhumanidad específicamente rusa: el culto al líder –heredado del culto imperial oriental romano,- y la idea de que el pueblo podía resumirse en la voluntad del Partido y la voluntad del Partido, a su vez, concentrarse en el puño del jerarca. Los comunistas chilenos no podían más de júbilo cuando entre 1944 y 1947 -lo que duraron los buenos términos entre las fuerzas aliadas y Stalin- Chile mantuvo relaciones oficiales con la URSS. Y cuando esas relaciones se rompieron (ver “González Videla, el traidor de Chile” de Neruda, 1950), no dudaron en redoblar su compromiso con el estalinismo (ver “Oda a Stalin” de Neruda, escrita en 1953), aunque fuera en la clandestinidad (1948-1958). La persecución sufrida en ese periodo, Neruda en burro por la cordillera incluido, no los hizo valorar más las libertades fundamentales del orden democrático y los derechos humanos, sino menos. Diez años después de recuperar su legalidad, aplaudían con descaro la invasión de Checoslovaquia por las fuerzas soviéticas. Nada con la primavera de Praga. Hasta los revolucionarios cubanos, en línea con el juicio de Moscú, les parecían dudosos: chascones, bravucones, voluntaristas, quizás indisciplinados. Los aplaudían igual, pero con precaución (ver poema “A Fidel Castro” de Neruda, de 1960). Y esta desconfianza, hay que decirlo, se extendía también a Salvador Allende, a quien los informantes y las autoridades soviéticas terminaron por considerar poco útil para su causa. De ahí que no llegara ayuda desde la URSS, pero que los jerarcas chilenos fueran rápidamente trasladados al otro lado del muro de Berlín una vez ocurrido el golpe.

Viene entonces el segundo periodo de persecución y clandestinidad del PC chileno: desde 1973 a 1990. Y fue una persecución brutal, con varios comités centrales asesinados y muchos militantes torturados y desaparecidos, que los convenció de que el camino de salida de la dictadura era la lucha armada. De ahí nace el FPMR. Decenas de jóvenes comunistas mal entrenados mataron y murieron con las armas traídas desde Vietnam e internadas por la costa. Luego no se sumaron a la Concertación de Partidos por la Democracia. No querían una transición pactada, sino una victoria militar que los llevara a la cabeza del Estado. Nunca la obtuvieron, y Gladys Marín, una vez que sucedió a Volodia Teitelboim –ya regresado de Rusia- a la cabeza del PC, se dedicó simplemente a lamentarse por ello y abrazarse con la viuda del último dictador alemán, Erich Honecker (muerto en Chile en 1994). Eso los dejó en el frío desde 1990 hasta 2014, cuando, habiendo ya Marín sido reemplazada por el más pragmático Guillermo Teillier, Michelle Bachelet los lleva de vuelta al poder.

Los cargos y los sueldos estatales claramente les han sentado bien a los comunistas, y un hábil manejo les ha permitido ganar y ganar influencia, pero nunca han renegado de su posicionamiento histórico: siempre al otro lado del muro, aunque el muro ya no exista. Cultivaron relaciones políticas estrechas con las FARC colombianas entre 2003 y 2008 (que se hicieron públicos el 2015, cuando se capturó un computador de uno de los líderes de las FARC) y han defendido, sin pestañear los regímenes de Cuba, Venezuela, Nicaragua (el “feminismo” actual no alcanza para tomar distancia de Daniel Ortega, acusado de abusos pedófilos sistemáticos por su hijastra, Zoilamérica Narváez), Corea del Norte, Bielorrusia, Irán y Rusia cada vez que ha sido posible. Declaración tras declaración (todas públicas, googlee si no me cree), el PC chileno canta loas a todos los que perciban como “enemigos del imperialismo norteamericano”. Manuel Riesco celebrando el avance talibán en Afganistán no llama mucho la atención una vez que es puesto a la luz de los nexos internacionales de su partido.

/gap