El subidón del cartel del sábado quedó en el recuerdo y se desvanece rápido como las estelas de esos aviones que han ejecutado acrobacias estos días en los cielos de Cerrillos, agregando espectacularidad al festival. El lineup se inclina nuevamente hacia los artistas nacionales, mientras los cabezas de cartel no revisten la importancia del segundo día. Es la jornada de Sam Smith, número repetido en Lollapalooza Chile, y el debut de la ascendente SZA, que no es precisamente una consagrada por estos lados, más allá del excelente single Kill Bill.
Que no se malentienda. El problema no es la presencia chilena, sino que la oferta extranjera no contrapesa lo suficiente como debiera ocurrir en una cita así. La gran mayoría de los números locales estuvieron a la altura o sobre la expectativa este día de cierre, pero a un evento internacional el público acude precisamente por los actos foráneos, los que no vienen con regularidad.
En las primeras horas de la tarde se produjo una colisión sónica lamentable y del todo evitable. La banda venezolana Los Mesoneros montó su show con el de Nicole, ambos en los escenarios centrales. En un punto equidistante, era el caos mismo, un amasijo indescifrable. Terminado el número de Los Mesoneros, la cantante chilena pudo soltar amarras. A 35 años de su álbum debut Me estoy enamorando (un disco con las firmas autorales de Juan Carlos Duque, Álvaro Scaramelli y Checho Hirane, entre otras), Nicole no solo es una veterana del pop chileno, sino una artista que sigue creciendo, mejora, y afianza el talento. Siempre ha sido una gran cantante, pero ahora goza de mayores recursos vocales, de una paleta más amplia y expresiva, producto de la experiencia. Junto a una banda de nivel internacional reveló material nuevo y clásicos, incluyendo una sólida versión de Despiértame, junto a los recuerdos que desata un hit como Dame luz.
Siempre quedará la duda si Nicole merecía mayor trascendencia fuera de Chile, considerando su fichaje por el sello Maverick de Madonna y el trabajo junto a Gustavo Cerati en Sueños en tránsito (1997), saltos cuánticos en su carrera. Su número puede presentarse en cualquier escenario extranjero.
Gonzalo Yáñez, siempre favorecido por las oportunidades, expuso su pop rock rioplatense pasado por agua, con sobredosis de Fito Páez leyendo a los Beatles. El uruguayo chileno instala violín y trompeta en sus canciones, y se siente Paul McCartney en el swinging London craneando la próxima sesión con George Martin. Certeza absoluta de que lo seguiremos viendo en reuniones de este tipo sin entender muy bien cuáles son sus cualidades, más allá de las conexiones.
En uno de los escenarios centrales Denise Rosenthal impuso su mini ejército estrictamente femenino entre banda y cuerpo coreográfico. Su pop latino bailable con reminiscencias R&B y reivindicaciones de género, se ha fortalecido una enormidad como espectáculo. Ha mejorado notoriamente en el aspecto vocal, siempre un trabajo en proceso para ella. Ofrece show, nunca deja de moverse. Si no está bailando ejecuta el teclado como una sutil manera de aclarar que tras la estrella pop hay una profesional en regla, con matices para la balada. Su número fue total, provocando el entusiasmo del público.
El Grupo Frontera, oriundos de Texas con origen mexicano, presentaron su música norteña y regional como un ejemplo de que el rápido éxito no es garantía de solidez. “Hace un año teníamos apenas cuatro, cinco canciones”, contó uno de sus miembros, lo cual fue patente. A pesar de sumar colaboraciones con Bad Bunny y Peso Pluma, carecen de una envergadura que supere el elemento kitsch. La música regional goza de un enorme éxito entre EE.UU. y México, pero merece mejores exponentes por estas latitudes, para pretender alguna clase de proyección.
Casi en paralelo, Ana Tijoux desbordó el Alternative stage. Resulta absolutamente incomprensible y desconcertante que una artista con su trayectoria, relevancia y reconocimiento internacional, considerada como una de las voces claves del hip hop latino, haya sido relegada a un espacio secundario. Muchísimo público quedó fuera del espacio techado, con dificultades para disfrutar de su poderoso número que en el inicio privilegió el material de su sólido último álbum Vida (2024). Las canciones se desplegaron en todo su poder -pastosas, combativas, complejas- con el público aullando cuando Tijoux se lanzaba con rimas montadas mediante la cadencia, serpenteo y acento que la convirtió en estrella singular.
Jeremías Tobar –Jere Klein en el firmamento urbano local-, asaltó uno de los escenarios centrales donde, por cierto, pudo presentarse Ana Tijoux. Con apenas 17 años y casi 13 millones de oyentes en Spotify, Jere Klein resulta paradigmático del género. Es un cantante apenas discreto, entona con dificultad sobre bases vocales, coquetea con algunos elementos orientales en el aspecto estético, acompañado de un cuerpo de baile con despliegue pandillero. Sus anhelos no superan la carnalidad adolescente. Por ahora, cosecha más éxito del merecido por la calidad de su material. Felicitaciones al management.
Recién con la presentación de los franceses Phoenix a las 19:15 en uno de los escenarios centrales, Lollapalooza retomó su cauce de cita musical con nombres que merecen ir en letras de molde, en los más grandes eventos. La banda de Versalles ofreció uno de los mejores shows de esta versión gracias a su pop rock de retoques electrónicos de fina elaboración, donde todos los elementos se conjugan en perfecto equilibrio. Sonido de alta resolución y performance de primera de todos sus músicos, en particular el baterista Thomas Hedlund quien a pesar de no pertenecer oficialmente a la banda, ha grabado en cinco de sus siete álbumes.
El vocalista Thomas Mars encarna el garbo indie llevado con distinción. Su voz calma y profundamente melódica estuvo espléndida en clásicos de su repertorio como Lisztomania, y cortes del excelente último álbum Alpha Zulu (2022) grabado en el museo de Louvre durante la pandemia, incluyendo el corte homónimo, Tonight y Artefact.
Con Identical, Thomas Mars celebró el ritual de introducirse en medio de la audiencia, maniobra habitual en los conciertos de los franceses a modo de cierre. Avanzó rumbo a la torre de sonido hasta que el público lo sujetó y lo levantó para que dominara toda la audiencia desde lo alto, en tanto la banda seguía tocando. De regreso, el músico esposo de Sofia Coppola, se desplazó por sobre las cabezas, como nadando sobre el gentío, que no dejó escapar la oportunidad de mojar de pies a cabeza al cantante. Phoenix se marchó bajo una ovación mientras de fondo se escuchaba la hermosa Venus, un clásico romántico de 1959 popularizado por el ídolo juvenil Frankie Avalon.
Lindo detalle. Fue un gran cierre al atardecer, una larga espera para recordar que Lollapalooza tiene la obligación de tener más protagonistas que antes de que el sol se oculte.
Caída la noche fue el turno de Sam Smith, el cantante londinense que celebra una década desde su álbum debut In the lonely hour, hito que recordó en su show. El británico convocó una enorme audiencia, una de las mayores del festival, gracias a un repertorio que un vendedor de bebidas definió como “romántico”, cuando un comprador le preguntó quién seguía. El sonido no fue particularmente poderoso y no quedó muy claro que las torres con amplificación a media cancha, estuvieran en pleno funcionamiento.
Más simpático que carismático, más entonado que dueño de un caudal poderoso, Sam Smith ha construido parte de su arrastre por reivindicaciones de género y la sinceridad para confesar aspectos privados, temas de imagen sobre todo. Su música es totalmente del siglo pasado, en una apuesta que mezcla góspel, soul de ojos azules, dance, baladas y hasta canto litúrgico. “Este show es sobre la libertad, sobre divertirse, el amor”, dijo, junto con recordar los cinco años transcurridos desde su debut en la capital en el mismo evento.
Con un espectáculo con guiños al musical que incluye coreografías, un portentoso coro y cambios de vestuario -fue vitoreado cuando lució un glamoroso vestido negro-, Sam Smith conquistó el aplauso y favor del público. No hay nada particularmente memorable en su propuesta ni cancionero, pero sintoniza con el momento.
La antesala de SZA, el penúltimo número central, fue la misma que interrumpió el show de Blink-182 el sábado; una voz pidiendo al público una y otra vez que retrocedan algunos pasos para evitar accidentes y avalanchas.
El espectáculo de Solana Imali Rowe se retrasó diez minutos, hasta irrumpir con Seek & destroy. El escenario semejaba un muelle gracias al uso de pantallas fragmentadas, que más tarde crearon una locación industrial.
SZA emerge como una diosa agitando su cabellera hasta que el rostro queda oculto. La voz simplemente destella. El espectáculo, como ha sido norma en varios números de esta versión de Lollapalooza, contiene el apoyo de un cuerpo coreográfico al que SZA se suma con elasticidad y gracia. No cabe duda de que domina el sentido del espectáculo. Es una cantante que puede interpretar R&B, hip hop, soul, pop rock -lo que le plazca-, gracias a las cualidades acrobáticas de su garganta. Si SZA sigue manejando su carrera como hasta ahora, de seguro se instala como una de las divinidades pop femeninas definitivas de esta década. Tiene todo a su favor.
/Escrito por Marcelo Contreras para Culto de La Tercera