Chile vive una situación política y social muy compleja y deplorable. Si esto no se revierte pronto, se avecinan tiempos aciagos para la inmensa mayoría de los chilenos. El crimen organizado acampa en Chile y se mueve como en su casa impunemente. Se siente muy a gusto con la “trilogía mortal”: deserción escolar, armas a destajo y tráfico de drogas. El retroceso que ha significado en lo humano, familiar y social, las escuelas cerradas en el norte y la pauperización de la educación pública es difícil de cuantificar. Desde el punto de vista económico para ellos, sus familias y el país, sin duda, esta situación sólo acarreará más pobreza.
El crimen organizado no valora la dignidad del ser humano. No respeta la ley y menos a Dios. Tiene claro sus objetivos perversos y actúa sin piedad. Cada día aparece un cuerpo cercenado, descuartizado, y lo peor, es que nos estamos acostumbrando. Lo más lamentable de este escenario es que los más perjudicados son los más pobres. Viven atemorizados, tienen sus casas enrejadas y muchos están día a día bajo amenaza. Los prestamistas mantienen en vilo a sus víctimas con amenazas de muerte. Muchos pequeños comerciantes han cerrado sus negocios, atendido a que delincuentes se han arrojado el cobro de “rentas por protección”, las que si no son pagadas se convierten en violencia directa a sus locales levantados con tanto esfuerzo. En las cárceles, además de hacinadas -según relatan los expertos- se dan abusos de todo tipo y lo que es peor, se sigue delinquiendo desde dentro.
Queda claro que los millones de chilenos y extranjeros que viven en Chile están hartos de este escenario que hasta hace algunos años atrás era impensable. Escucho quejas todos los días desde amplios sectores de la población. Si hay algo que tiene la Iglesia es una gran capilaridad en la sociedad lo que le permite escuchar ampliamente la voz de las personas, la gran mayoría sin voz, y la posibilidad de traspasar estos gritos de angustia a los centros de decisión que quieran escucharlas. La desesperación es grande; el daño que se está haciendo al país es inmenso; y, si no se pone atajo, es irreversible.
El Estado tiene el deber de actuar a todos los niveles para terminar con este flagelo y ahora. Mañana será tarde. Las personas que disponen de recursos están mirando para el exterior. Cientos de miles de millones de dólares han salido del país por la desconfianza que les produce este clima de inseguridad a los inversionistas. A la debacle social y política se sumará la económica. Y cuando las personas ven el pan de la mesa amenazado para sus familias no trepida en hacerse sentir. A ello se le suma un ambiente político muy complejo, fraccionado, desorientado y sin proyectos de país claros y convincentes que generen consensos.
Percibo a muchos partidos políticos más preocupados de las candidaturas a alcaldes, con la vista puesta en las elecciones presidenciales en dos años más que en la dramática situación que viven millones de chilenos que con el sudor de su frente llevan el pan a la mesa. Esa distancia que media entre los responsables de los destinos del país y la vida diaria de nuestros compatriotas en el trabajo, la familia y la salud, entre otros, irrita y desencanta. Desalienta ver cada día un escándalo más de corrupción protagonizado por quienes están llamados a custodiar los bienes públicos para promover el desarrollo integral de las comunas.
La desesperanza ha comenzado a tomarse el corazón de la ciudadanía. Sin esperanza no hay futuro porque los proyectos personales son a muy corto plazo. Me duele el alma escuchar a tantas personas que no quieren comprometerse con nada ni con nadie por miedo al futuro. Su meta es pasarlo bien aquí y ahora porque mañana es “sólo un adverbio de tiempo” parafraseando la canción de Joan Manuel Serrat. En este contexto, eso es gravísimo.
En estos momentos urge una mirada realista de cuanto acontece. No están los tiempos para optimismos ingenuos, ni tampoco para pesimismos estériles. La verdad duele, por cierto, pero la mentira duele mucho más.
De lo que se puede apreciar por analistas de confianza, por estudios varios y la experiencia internacional, amplios sectores del país está cooptado por bandas criminales. Tan simple como eso. Son grupos organizados, con jerarquías muy definidas, con vínculos internacionales, que poseen armas y tienen conexiones con el negocio de la droga. Nadie está libre de ser secuestrado, asaltado, timado, asesinado, extorsionado, engañado, y suma y sigue. Las velocidades con que actúan son infinitamente más rápidas que las velocidades del aparato estatal para detenerlos y juzgarlos según el Estado de Derecho que nos rige. Avanzan a pasos agigantados al punto que se sabe que hay lugares donde la ausencia del Estado es clara y manifiesta.
En estos momentos urge un gran acuerdo nacional para darle atajo a esta situación o iremos de mal en peor. Todos los actores políticos, sociales, empresariales y líderes religiosos estamos llamados a tomar acuerdos para que el rumbo de Chile sea el de la seguridad y la prosperidad. Este es el momento de la grandeza de espíritu para comprender que el retroceso en materia de seguridad toca la esencia misma de lo que es una sociedad civilizada en donde el respeto incondicional por el otro es el punto de partida de cualquier otro logro social. La pérdida de confianza entre los ciudadanos se logra en muy pocos años, pero tardará decenas de años en recomponerse. Hoy es el momento de decisiones valientes y creativas donde todos participemos con gran magnanimidad y generosidad. La Iglesia, por su parte, reza incesantemente por Chile y sus habitantes; invita a los católicos y personas de buena voluntad a ser factores de unidad y de esperanza y a tener la mirada puesta en el bien común. Esta invitación se vuelve en un fuerte llamado a los católicos que participan en la cosa política. Es la hora de la grandeza, de ampliar la mirada y apelar a los valores que sustentan la democracia, comenzando por el derecho de los habitantes a estar seguros y el deber del estado de protegerlos. También la Iglesia los anima a no responder al mal con mal sino siempre con el bien teniendo a Jesucristo como modelo; y a participar activamente en la vida pública y política del país para mostrar la belleza del diálogo, el acuerdo, y el trabajo a favor de la justicia y de la paz.
En lo personal, los animo a que con más fuerza que nunca en todas nuestras comunidades brille la solidaridad como un elemento distintivo y siempre con la confianza puesta en Dios y la Santísima Virgen tan amada y venerada por los chilenos.
Por Monseñor Fernando Chomali, Arzobispo de Santiago, para El Líbero
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