En una columna el fin de semana, el economista Sebastián Edwards se lamentaba de que la política chilena no había producido ninguna reforma audaz en los últimos años. Destacando las reformas promercado realizadas en dictadura y en las primeras décadas de democracia, Edwards se preguntaba cuándo se chingó Chile (chingar es un concepto que, según la Real Academia Española, en Chile significa frustrarse o fracasar).
El renombrado economista neoliberal y celebrado intelectual tiene razón al lamentar que Chile ya no sea ese país que sorprendió positivamente al mundo por sus innovadoras reformas que produjeron un desarrollo sostenido e inclusivo y que nos dieron dos décadas doradas de creciente bienestar. Pero Edwards se equivoca en eso de que Chile haya dejado atrás la audacia. En los últimos diez años hemos sido contumazmente audaces al implementar reformas temerarias que nunca funcionaron en ninguna parte y al proponer otras innovaciones que desafían todo lo que sabemos sobre el comportamiento humano, el buen funcionamiento de las instituciones, y el diseño apropiado de políticas públicas.
Uno de los primeros ejemplos que viene a la cabeza fue la reforma tributaria del segundo gobierno de Bachelet. Impulsada por el voluntarismo terco más que por la evidencia comparada, esa reforma debió ser corregida sobre la marcha al poco andar. Y no se trata de decir que cualquier reforma que suba la carga tributaria es mala. Hay mucha evidencia de que un Estado más grande y eficiente contribuye al desarrollo y a reducir la pobreza y la desigualdad. Pero Bachelet impulsó una reforma tributaria que no fue acompañada de reformas que modernizaran el Estado o lo hicieran más eficiente. Al contrario, el crecimiento del Estado ralentizó el desarrollo económico con la expansión de la burocracia. Se crearon más puestos de trabajo en el Estado, pero no mejoró la capacidad de usar los impuestos y el gasto público para reducir la desigualdad de ingresos.
La lista de desaciertos en políticas públicas en estos últimos diez años es larga. La reforma educacional de Bachelet empeoró más la educación pública y ayudó a ensanchar la brecha entre los que pueden pagar y el resto de la población que depende de las tómbolas para poder acceder a colegios de mejor calidad.
En pensiones, la polarización ideológica ha hecho que, aunque hay un acuerdo técnico amplio a favor de aumentar las cotizaciones mensuales de 10 a 16%, el debate sobre la propiedad de los fondos nos ha hecho perder 10 años en los que podríamos haber acumulado más ahorros para las pensiones. También en pensiones, los tres retiros (que casi fueron 4) de los fondos de pensiones entre 2020 y 2021 hicieron un daño profundo al sistema. Esa cuenta la tendremos que pagar todos con fondos públicos por varias décadas.
La guinda de la torta en desaciertos de políticas públicas fue el proceso constituyente. Aunque la evidencia acumulada por décadas en América Latina es que los procesos constituyentes no generan sociedades más prósperas e igualitarias, la élite se embriagó con la mentira de que los problemas de Chile se solucionarían con una nueva constitución. El mal diseño del proceso auguraba malos resultados. Inspirados por la falaz creencia de que el pueblo unido avanza sin partidos, los partidos renunciaron a su rol de representantes de la ciudadanía y establecieron reglas que permitieron que cualquier grupo de personas presentara listas como si fuera un partido. Negándose a ver la evidencia de que la democracia representativa sin partidos no funciona bien en ninguna parte, la élite política chilena realizó una audaz innovación que casi nos lleva al abismo.
Los dos procesos constituyentes fueron una fiesta de excesos y falta de criterio en materia de diseño institucional y propuestas de políticas públicas. Mientras algunos intentaron escribir programas de gobierno en la Constitución, otros se obnubilaron pensando que podían refundar el país. La propuesta de múltiples cortes supremas y la eliminación del Senado son sólo dos ejemplos de las temerarias innovaciones que estuvieron a punto de convertirse en principios constitucionales.
Y como si todas esas innovaciones no hubieran sido suficiente, el gobierno del Presidente Gabriel Boric puso sobre la mesa dos insensatas propuestas de reforma tributaria y de pensiones. Afortunadamente, ninguna de esas reformas pudo avanzar y ambas han sido sustancialmente modificadas.
Tiene razón Sebastián Edwards cuando advierte que, para salir del letargo actual, Chile necesita reformas audaces. Pero el problema de Chile en esta última década no ha sido la falta de reformas. Nuestro problema ha sido que las reformas realizadas y muchas otras que felizmente no han sido realizadas eran audaces, pero muy malas reformas.
Las reformas audaces que necesitamos deben estar basadas en evidencia, deben hacerse cargo de los incentivos que generan, y de las posibles externalidades negativas. Pero por sobre todo, deben estar alejadas de ese buenismo woke que cree que, sólo porque algo es deseable, ese algo se transforma en inevitable sólo porque uno lo desea demasiado.
El voluntarismo siempre es peligroso. Como nos ha enseñado el caso de Chile, cuando ese voluntarismo se olvida de la evidencia, no toma en cuenta los incentivos y no se preocupa de las externalidades negativas, las reformas audaces nos pueden llevar directo al precipicio.
Por Patricio Navia, sociólogo, cientista político y académico UDP, para El Líbero
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