El brutal asesinato de tres carabineros en Cañete, región del Biobío, es la prueba definitiva de que no sirven las soluciones a medias para enfrentar el terrorismo y el bandolerismo en la Macrozona Sur. Las bandas armadas que allí operan desde hace mucho tiempo representan un desafío directo a la paz interna y el orden legal, que ha dejado ya un alto costo en vidas y en devastación. La respuesta dada hasta hoy ha estado lejos de resolver el problema.
Se ha prolongado demasiado la anomalía de que el Estado no reaccione como corresponde ante la grave circunstancia de que una amplia zona del territorio nacional está fuera de su control. ¿Puede aceptarse eso como un hecho irreversible, frente al cual solo queda resignarse? ¿Acaso un lugar como Temucuicui ya está definitivamente fuera de la estructura administrativa del país, sometido al poder de la camarilla que allí domina?
Hay responsabilidad de varios gobiernos en la situación actual, sobre todo porque hicieron un diagnóstico equivocado sobre la violencia en el sur, aceptando el relato ideológicamente contaminado de que el pueblo mapuche pedía justicia de ese modo, y creyendo que el reparto de nuevas tierras traería la paz.
Eso permitió que crecieran los grupos delictuales con camuflaje étnico, y que sus tropelías fueran vistas con simpatía por las corrientes políticas que también levantaron excusas nobles para la barbarie de 2019. En el sur, mapuches y no mapuches han sufrido las consecuencias directas de los actos criminales.
En las condiciones del estado de emergencia, las fuerzas policiales y militares han hecho lo posible por reducir el número de atentados e imponer la ley, pero esa fórmula no permite el despliegue eficaz que se requiere. Los bandoleros aprendieron a moverse en esas condiciones y siguen conservando un enorme poder para robar madera, quemar instalaciones y vehículos, traficar droga y atacar directamente a los servidores públicos, como quedó dramáticamente de manifiesto con el asesinato del sargento Carlos Cisterna y los cabos Sergio Arévalo y Misael Vidal, de la Comisaría de Control y Orden Público de Los Álamos.
No se puede esperar nada más. Fracasó el predicamento de que, para que el fuego no se extienda, hay que apagarlo de a poco. En tal sentido, no pueden seguir en suspenso las reglas sobre el uso de la fuerza por parte de los uniformados mientras los delincuentes atacan a mansalva. Las debilidades, como hemos visto, se terminan pagando muy caro.
El Estado democrático tiene el deber de proteger a la población con todos sus medios. No puede permitir que sigan existiendo grupos armados ni en el sur ni en ninguna parte. Si no está asegurado el monopolio de la fuerza, todo está en peligro. El Estado debe asegurar el control de todo el territorio nacional.
Es hora de potenciar la acción conjunta de las instituciones policiales y las Fuerzas Armadas. Esto exige definir un plan operativo que apunte a la completa desarticulación de los grupos armados y la captura de sus cabecillas. Por supuesto que deben considerarse todos los factores que permitan reducir los riesgos para la población.
Carabineros de Chile está recibiendo en estas horas la solidaridad y el afecto de la mayoría de los chilenos. Lo merece ampliamente. Ha sido muy alto el costo pagado por la institución por estar en la vanguardia de la lucha contra los antisociales de todo tipo. Nadie duda de que, pese al dolor, sus integrantes seguirán cumpliendo con su deber en todo el país.
Hay algo respecto de lo que no puede haber dudas. Para que la Constitución y las leyes tengan vigencia, y para que la convivencia en libertad sea posible, es indispensable el recurso de la fuerza. Ello implica que el gobierno tiene obligaciones constitucionales que debe cumplir sin vacilaciones. Es la exigencia de esta hora.
Por Sergio MUñoz Riveros, analista político, para ex-ante.cl
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