Un fantasma atraviesa la Moneda. Es el fantasma del “perro matapacos”, quiltro chileno enteramente negro que enarbolando un pañuelo rojo fue por un tiempo Dios, rey, para volver a ser lo que siempre fue: un abandonado mendigo viviendo de los restos que los transeúntes y vecinos dejan caer al pasar.
Pero quizás el perro matapacos simboliza algo más que la profunda demencia de quienes veían en el acto de ladrar una forma de ternura. Y más aún la falsa inocencia de quienes creen que se puede usar la palabra “matar” sin que algo muera.
Como muchos otros perros abandonados a su suerte, el perro matapacos se vio desplazado de su territorio original por las marchas del 2011. Estos perros sin dueños, generalmente enfermos y malheridos, formaban la verdadera primera línea de las protestas de entonces. Pero lo que los hacía ladrar y correr delante de los manifestantes no era el entusiasmo por una educación gratuita, pública y de calidad, o no más AFP, o el fin del patriarcado, sino volver por un segundo a ser perros pastores o perros guardianes. Volver unidos por su pérdida total de hogar a ser una sola manada.
Nadie los adoptó, por cierto. Abandonados en las calles que no le pertenecían ya siquiera, uno de estos perros desplazados se pensó a sí mismo como “macho alfa” de su manada y se puso a ladrarle a los carabineros. Más negro que los demás, no ladraba porque le escandalizaran las platas robadas por el alto mando, el caso Huracán, los ojos arrancados brutalmente por las balas antimotines, o el caso Catrillanca. Ladraba por instinto, porque le lanzaban agua y gases y patadas encima. No quería matar a ningún “paco” ni proteger a ningún manifestante. Solo, hijo de la confusión en que dejaron su hábitat tanto la manifestación como su represión, se puso a reclamar por su propia sobrevivencia.
Un imbécil astuto le puso un pañuelo rojo en el cuello. Otro imbécil, más astuto aún, lo llamó “El perro matapacos”. Como en los Estados Unidos, los hinchas tuvieron su mascota (luego tendrían hasta sus cheerleaders). Pero algunos quisieron que fuera algo más que una mascota.
El perro matapacos pasó de ser una anécdota, un nombre cruel, al único líder que la protesta admitió como suyo. Un líder que no habla, que no escribe, que no organiza, pero que por eso mismo tampoco divide. Un líder que no tiene biografía ni bibliografía. Un líder que no tiene contradicciones, que no tiene plan de gobierno, que no tiene siquiera petitorio, solo su pelaje negro, solo su abandono en plena calle y solo sus ladridos que recuerdan tu propia soledad, tu propio abandono, tu propia rabia de quiltro sin casa.
El perro matapacos encarnaba a la perfección esa mezcla de ternura infantil y de crueldad posmoderna que habitó el corazón del estallido. Un cinismo inocente (la palabra “cínico” viene justamente de perro, y de unos filósofos que decidieron vivir sin techo ni ley en la antigua Grecia). Víctimas absolutas, como el perro, que tienen por eso mismo el derecho supremo a “matar” a sus victimarios. Perros que buscan caricias, pero pueden morder cuando quieran la mano que les da de comer.
Se usa hoy el término “octubrista” un poco para todo y para nada, pero en su origen denominaba una cierta teoría política que creía ver en la falta de líderes, de programa, de plan de poder, la fuerza del movimiento. La idea de que en el siglo XXI, con las nuevas tecnologías, se habían acabado las revoluciones donde había que dar la cara y tomarse el Palacio de Invierno. El “octubrismo” era entonces el entusiasmo ante nuevas formas de luchas performáticas, “rizomáticas”, que se libran casi solamente en el campo de batalla de Instagram, twitter y solo en caso de extrema necesidad en Facebook.
El perro matapacos era una de las armas principales de esta guerra por el like. Un símbolo carnavalesco de rebelión que te permite al mismo tiempo esconder detrás suyo tu propia ansia de matar a los “pacos”, un símbolo de ese Estado que fue sindicado por entonces como “un macho violador”. Una liberación de los instintos que no era como la de los hippies, gozosa y liberadora, sino que escogió para ella el lenguaje del sadomasoquismo más salvaje. Esto conviviendo justo al lado con un infantilismo de exagerado candor. El perrito abandonado que hay que rescatar, pero al que se le celebra que muerda las rodillas de los enemigos. Crueldad y bondad extrema, pero nada de cualquier asomo de estrategia política.
¿Gozó o no el presidente Boric con el perro matapacos? Todos somos testigos que los meses del estallido fueron para él tiempos incómodos. Los fanáticos más enloquecidos de la secta del perro lo odiaban con encarnizada precisión. Como es su costumbre el diputado Magallánico navegó sin embargo entre esos fanáticos sonriéndoles cada tanto, y encontrándoles la razón también por si acaso.
Mitad por miedo, mitad por incapacidad de restarse a cualquier entusiasmo, no se negó del todo al encanto de los ladridos, como por lo demás no se negó nadie, o casi nadie, entre los dirigentes del Frente Amplio. Pero tampoco fueron más sobrios en su entusiasmo perruno los dirigentes del Socialismo Democrático. No faltaron tampoco los dirigentes sociales, empresariales, religiosos, intelectuales y hasta algunos políticos de derechas en el baile del perrito. Fue toda la izquierda y el centro, la fanática, la moderada, la simpática y la insoportable la que creyó ver, con cinismo, resignación o entusiasmo, que el “matapacos” era el futuro de Chile.
Disimular este bochorno solo lo aumenta. Fuimos, incluso los que nos horrorizamos entonces, parte de una demencia común. Una demencia que salvó a Carabineros de cualquier cambio u autocrítica. Pérdida total, como se dice cuando los autos chocan. Y lo siento, no hay seguros comprometidos.
/Escrito por Rafael Gumucio para Ex Ante