Los procesos electorales siempre tienen al menos dos dimensiones a la hora de tomar las decisiones del voto. La primera se refiere a las opciones de apoyo, a la alternativa -el candidato, partido o posición- que más convence al elector. Como contrapartida, la segunda indica la distancia o desprecio hacia otros líderes o conglomerados, lo que representa una elección por rechazo más que por afecto.
A la larga, los votos se cuentan y por lo tanto podría dar lo mismo la razón de los ciudadanos que llevaron a una victoria o a una derrota, considerando que lo relevante es el resultado. Sin embargo, la cuestión no es tan así, porque los fundamentos del voto tienen implicancias después de los comicios e incluso en la diferencia entre las primeras y las segundas vueltas: por ejemplo, mientras más “obligado” sea el voto, o menos convencido, o más segunda opción o menos malo el candidato, más blando será el apoyo que recibirá la autoridad electa, por ejemplo, el Presidente de la República. Y ello se notará en que bajará más rápido en las encuestas, tendrá menos respaldo decidido en la población, podrá sufrir la disminución del apoyo parlamentario al gobernante e incluso cierto descrédito general de la política.
El tema de fondo se podría ver así para comenzar: en un primer momento, las personas optan por quien más les gusta, o al menos ese es el ideal. En este sentido, la existencia de candidaturas variadas es conveniente y permite a cada uno ver su mejor opción, entre partidos y figuras diversas. Así lo han mostrado las últimas elecciones presidenciales y ello se verá muy claramente en los comicios para gobernador, consejeros regionales y concejales en octubre próximo. En el primer caso porque hay segunda vuelta y ello permitió abrir cierta competencia en derechas e izquierdas, que incluso resulta insuficiente (seguramente muchos extrañan alguna otra figura opositora para competir por la Región de la Araucanía y en el oficialismo algunos preferirían tener en la papeleta alguien distinto al autodenominado “soldado de Maduro” en la Región del Bio Bio). En el caso de los Cores y concejales sin duda contribuye la naturaleza colegiada y el sistema electoral que rige en esos casos.
Exactamente lo contrario ocurre con los alcaldes, al no haber segunda vuelta. Ello forzó acuerdos previos en muchos lados, donde los electores legítimamente habrían preferido tener otras opciones. Por lo mismo, muchos votarán por quién quieren; otros en cambio lo harán para evitar que triunfe quien les disgusta más.
Las elecciones presidenciales han tenido las dos características, al menos en 2017 y 2021. Es decir, una gran pluralidad de opciones en primera vuelta, que permite a una mayoría de la población manifestarse por el candidato de su preferencia, por más curiosa o marginal que sea dicha postulación. En segunda vuelta la cosa cambia parcialmente: así como muchos ratifican sus votos de primera vuelta, los demás deben optar por alguien distinto a su candidato original, que ha quedado en el camino. Eso les ocurrió a muchos en 2017, cuando debieron votar por Alejandro Guillier o Sebastián Piñera, y en 2021, cuando las alternativas se redujeron a José Antonio Kast y Gabriel Boric. En ambos casos millones de personas se vieron “obligadas” a votar por el mal menor, como se dice, porque dichas elecciones son binarias, decisivas, sin terceras vueltas. Ahí es necesario medir quién es mejor o, en último término, quien es “menos malo” a juicio del votante. No hay otra opción (aunque obviamente se puede votar blanco o nulo, lo que vale para cualquier etapa electoral).
El problema no es exclusivamente chileno y tiene otras complejidades. Así lo muestra, por ejemplo, el proceso electoral que vive Estados Unidos en la actualidad. El poderoso país del norte sufre hace años una crisis de liderazgo y problemas en sus postulaciones a la Casa Blanca. En voz alta o de manera soterrada, muchos votantes de Donald Trump o de Joe Biden no estaban conformes con sus liderazgos y se sumaron con cierta vergüenza para elegirlos Presidente de los Estados Unidos en las dos últimas elecciones, en parte para evitar que ganara su competencia. La situación hoy se repite, con gran claridad se pudo apreciar mientras la disputa fue precisamente entre Trump y Biden y algo menos ahora que el exgobernante enfrenta a Kamala Harris, de línea izquierdista pero que ha recuperado apoyo para la candidatura demócrata. Por lo mismo, si bien hay entusiastas de ambas candidaturas, otros tantos se definen más por su rechazo a Trump o a Harris que por su clara decisión favorable a cualquiera de ellos.
Se podría mirar toda esta descripción simplemente como un dato de la realidad. Es cierto. Sin embargo, una postura más madura necesariamente debe incorporar otros elementos, que permitan no sólo comprender mejor, sino eventualmente tomar mejores decisiones hacia adelante, sea respecto de la selección de candidatos o de las tareas a realizar para definir ciertas características del proyecto político que se encarna. Eso llevará a un contacto más permanente con la ciudadanía; a un necesario recambio generacional, que muchas veces se ve frustrado o largamente postergado; a ser capaces de transformar los partidos en proyectos políticos y no solo en máquinas de generación de empleos.
En otras palabras, se trata de que crezcan las primeras opciones y decaigan las segundas. Pero eso no se da solo, requiere mucho trabajo y no siempre se encuentra entre las prioridades de los dirigentes partidistas.
Las elecciones de octubre serán una buena prueba para los comicios presidenciales y parlamentarios de 2025, pero se requiere más y mejor trabajo. De lo contrario, votar con entusiasmo será reemplazado por un voto cautivo y poco motivado, decepcionado de los partidos y dejando como resultado una grieta más sobre la democracia, que no vive sus mejores días, ni en Chile ni en otros lugares del mundo.
Por Alejandro San Francisco, académico de la Universidad San Sebastián y la Universidad Católica de Chile. Director de Formación del Instituto Res Pública, para El Líbero
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