Esta metrópolis incapaz de recuperar la vida nocturna como resaca del estallido social y la pandemia, que vive bajo el constante temor a la delincuencia mediante un implacable eco mediático, la misma urbe que erradicó del parque O’Higgins a Lollapalooza por ruidoso e invasivo (en tanto las bulliciosas y humeantes ramadas muy bien gracias), recibió tibiamente a uno de los artistas centrales de la cultura planetaria en las últimas siete décadas, el compositor de la banda sonora de varias generaciones desde mediados del siglo XX, a la fecha.
Anoche en el estadio Monumental, lejos de encenderse y vibrar de comienzo a fin con la presencia por quinta vez en el país de uno de los líderes de The Beatles y solista magnífico, el público chileno reaccionó como si tener a Paul McCartney al frente con 82 años tocando por casi tres horas fuera una costumbre, tal como recibimos anualmente la visita de venerables rockeros argentinos. Sin embargo Fito Páez, Andrés Calamaro y Vicentico granjean más fervor y energía en cada pasada, que la retroalimentación cosechada en Macul por la leyenda viviente británica.
Podemos culpar a la fría noche primaveral, pero lo cierto es que la relación de Chile con estos artistas que en la década del 60 forjaron la cultura del rock desde sus cimientos, sigue siendo mezquina. En este mismo recinto The Who actuó subordinado a Guns N’ roses hace siete años, luego de abortar un intento de traerlos al Estadio Nacional, desechado porque no había demanda suficiente. Así también The Rolling Stones no pudo repetir la asistencia ni el entusiasmo en su segunda vez en el recinto de Ñuñoa, en 2016.
El montaje que trajo McCartney es todo lo que se puede esperar -y más- de una megaestrella de su envergadura. Siempre es posible recelar de los listados de canciones por la ausencia de determinados clásicos, pero el setlist tiene características infalibles. My Valentine, dedicado a su esposa Nancy Shevell, es quizás el momento de ir por una hamburguesa o partir al baño. Pero entre 37 canciones resalta como el flanco más notorio, mientras el resto del material resulta ampliamente conocido y entrañable, partiendo por Can’t buy me love, la primera de la noche, una de las cabezas de playa de Los Beatles para desatar la manía con su nombre en 1964.
Si bien Macca privilegia notoriamente su fase en el cuarteto con 21 cortes, la estructura del espectáculo va cambiando ágil de carril entre su material al mando de Wings -joyas como Let me roll it, Let ‘em in, Jet y Live and let die, entre otras- y como solista, incluyendo la belleza inmortal de Maybe I’m amazed.
En cuanto a la banda con la que cambió el curso de la historia, la selección se inclina más por la segunda etapa, aquella que los primeros beatlemaniacos experimentaron con recelo, en esa vorágine creativa que les permitió componer y grabar discos todos distintos unos de otros, una metamorfosis musical hasta hoy irrepetible en los anales de la historia. Getting better y Being for the benefit of Mr. Kite! por ejemplo, que no son títulos inmediatos del Sgt. Pepper’s (1967), fueron momentos especiales para los fans que manejan al dedillo el catálogo de los Fab Four.
Como una manera de evadir el conflicto y ejercer el liderazgo sin amenazas de sombras, McCartney armó las distintas alineaciones de Wings con músicos competentes pero sin brillos particulares. Esta banda, la pandilla más estable en todo su historial, cumple con esa norma excepto el baterista Abe Laboriel Jr., cuya destreza y carisma resalta haciendo coros y aportando sabrosura a los arreglos originales, sin pasarse de la raya. El aderezo de la sección de bronces The Hot City Horns fue preciso y punzante en varios pasajes, sobre todo desde que irrumpieron en la oda canábica Got to get you into my life, contenida en Revolver (1966)
La voz de Paul está en forma y digna considerando que se trata de un instrumento utilizado con regularidad desde julio de 1957 cuando se unió a The Quarrymen, bajo la invitación de John Lennon. De tanto en tanto surgen rasgaduras lógicas y soslayables, como resulta impresionante que haya desechado acomodar el material en tonos más cómodos. En piezas rudas como Birthday, Helter skelter -la réplica de McCartney a The Who- y I’ve got a feeling -montada como espectacular dueto con las tomas de Lennon en el concierto final en la azotea de Apple-, rindió espectacular. En cambio Blackbird reflejó cierta fragilidad, al enfrentar al estadio solo con su guitarra.
A pesar del despliegue musical y visual con llamaradas y fuegos de artificio, unidos a atractivos videos incluyendo animaciones que recrean al cuarteto en distintas instancias grabadas en la memoria colectiva como el cruce por Abbey Road, sus cinematográficas huidas de las fans y payasadas en el estudio, la comunicación del músico con la audiencia fue cortés y cariñosa con los consabidos pasajes donde despliega jerga local, pero jamás alcanzó cotas altamente emotivas. El vitoreo de su nombre nunca se convirtió en un solo eco. Tampoco hubo karaokes inolvidables.
Como suele suceder, fue el público de las localidades más económicas el más dispuesto a manifestar mayor emoción por su presencia, pero tampoco lograron que su entusiasmo involucrara a todo el recinto. De hecho, apenas McCartney interpretó Hey Jude y se despidió por primera vez, una parte de la masa del sector más inmediato al escenario se marchó sin disfrutar del espectacular bis dedicado exclusivamente a material Beatle envuelto en láseres y fuegos artificiales, encendiendo el cielo gris del sur de la capital, mientras la cancha registraba un éxodo.
/Comentario de Marcelo Contreras para Culto de La Tercera