Cinco años después, el estallido social se ha convertido en un fenómeno muy incómodo para las izquierdas. Aunque hace pocos años eran muchos los que decían con orgullo “mi único 18 es el de octubre”, hoy son cada vez menos quienes reivindican públicamente ese día, y quienes lo hacen están en un extremo del espectro político. Hasta el PC -que pidió la renuncia de Sebastián Piñera desde el 19 de octubre en adelante- se ha negado a hacer algo más que vagos comunicados. Y es lógico que así sea. Ningún político va a apoyar un proceso que ha ido perdiendo respaldo ciudadano a pocas semanas de unas elecciones. De hecho, todas las encuestas de los últimos días muestran que la ciudadanía ha cambiado su percepción sobre el estallido y sus consecuencias en nuestra vida política y social.

Con todo, la distancia de las izquierdas con los hechos de octubre del 2019 se vino gestando desde antes de estas elecciones y puede deberse también a otros factores. Uno de ellos tiene relación con que el oficialismo aún no quiere mirarse en el espejo y aceptar el triste papel que jugaron durante el estallido social. Reivindicar el estallido implicaría reconocer su peor cara; la de una oposición mezquina y dispuesta a todo con tal de lograr recuperar sus parcelas de poder.

A pesar de los discursos que enarbolan con más o menos superioridad moral en contra de la “ultraderecha”, lo cierto es que quienes pusieron en riesgo la democracia en Chile durante octubre del 2019 fueron las izquierdas. Fueron ellas, desde la DC hasta el PC, quienes durante esos días terribles tensionaron el sistema político hasta un punto casi insalvable con tal de derrocar al errático Presidente Sebastián Piñera y cambiar la Constitución. El contexto lo permitía, pues desde mucho antes del estallido el gobierno mostraba una desorientación y desconexión profunda con algunas necesidades urgentes de la ciudadanía. Octubre agudizó todos esos problemas al máximo y la oposición quiso aprovechar ese espacio a como diera lugar.

Todos sabemos que ni el derrocamiento de Piñera ni la nueva Constitución terminaron bien para las izquierdas. Por un lado, Piñera falleció trágicamente cuando su gobierno estaba siendo progresivamente reivindicado a nivel ciudadano. Por el otro, la llamada “Constitución de Pinochet” sigue vigente y no parece que vaya a reemplazarse pronto. Bajo ese prisma, entonces, el 18 de octubre se convierte en el recuerdo de un fracaso brutal. Hoy Gabriel Boric está en La Moneda con la Constitución de los cuatro generales que prometió cambiar, gobierna con varios de los próceres de los 30 años y rinde honores a quienes despreció. Es mejor, entonces, que el estallido se quede guardado por un rato bajo la alfombra. El Presidente sigue sintiendo culpa de todas esas decisiones; por eso las visitas al MIR, los bonos a los presos del estallido, la vuelta cada cierto tiempo a octubre, las salidas de libreto que nos traen de regreso al antiguo parlamentario. En el fondo, sabe que el diputado Boric de esos días estaría marchando en contra del Presidente Boric de ahora.

Asimismo, durante octubre del 2019 las izquierdas casi sin excepción se obnubilaron con el nuevo Chile sin pensar que avalar esa violencia era -debilitamiento del Estado mediante- abrir el camino para muchas de las cosas que sufrimos hoy día, como el auge del crimen organizado, la delincuencia y la demanda por orden y seguridad. No es fácil olvidar cuando los entonces diputados Boric y Jackson subían emocionados a redes sociales imágenes de las barras bravas de los equipos más grandes marchando con letreros que decían “perdimos mucho tiempo peleando entre nosotros”. Tampoco es fácil olvidar a los parlamentarios frenteamplistas dándole las gracias a los jóvenes que saltaban los torniquetes y evadían el metro y al entonces diputado Boric invitándonos a estar alegres por estos valientes actos de desobediencia civil. Cabe recordar también cómo las élites intelectuales de izquierda descalificaron a Carlos Peña cuando a pocos días del estallido sugirió que esto podía terminar en ciudadanos exigiendo orden y seguridad.

Hoy el oficialismo trata de distanciarse sin demasiado pudor de todo lo que en esos días defendió. De hecho, Camila Vallejo nos ha invitado toda la semana a separar la violencia de las demandas legítimas de la ciudadanía. Justamente lo que ellos nunca hicieron durante el estallido, pues siempre se mantuvieron ambiguos ante la violencia e incluso la reivindicaron explícitamente (“las cositas materiales” de la diputada Orsini; “¿cómo quieren que no lo quememos todo?” de la diputada Pérez, y así).

Mientras la izquierda no saque cuentas de su rol como oposición durante el estallido social y de lo que estuvieron dispuestos a hacer con tal de llegar al poder es muy difícil que podamos dar vuelta la página y avanzar. No basta con hablar de acuerdos, consensos, grandes mayorías; también hay que ser capaces de encarnarlos. Y eso se hace siendo una oposición justa y honesta, sobre todo en momentos críticos como el estallido social. Aunque la situación actual es diferente, la oposición al gobierno de Boric también debe tomar nota de todo esto y no transformarse en lo que fueron sus adversarios.

Por último, el estallido social reveló fracturas relevantes que aún siguen pendientes y a las que este gobierno tampoco les ha puesto ninguna urgencia. De hecho, las prioridades y logros de esta administración están muy lejos de las demandas que emergieron durante octubre. Ahora que les toca hacerse responsables de los destinos del país es importante no sólo que hagan un mea culpa por su rol como oposición, sino que también construyan una agenda seria que permita resolver todos esos puntos de la agenda social que aún siguen pendientes. Todo indica que no será así y que entregarán el país mucho peor a cómo lo recibieron. Octubre lo terminarán pagando todos, especialmente los más pobres, a quienes la “revuelta” en teoría venía a salvar. Triste paradoja.

Por Guillermo Pérez, investigador IES, para El Líbero

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