“Chile no está bien. Como representante del sur de Chile, de la ciudad y del mundo rural, y hoy también de las regiones del norte y del centro, doy fe de la crisis profunda que vive nuestro país: una crisis económica, política, pero, por sobre todo, social. A esta crisis integral que sufrimos la antecede una profunda crisis moral, que se manifiesta en la descomposición de la vida familiar, en el desprecio por la autoridad, las normas y el Estado de Derecho, y en la justificación de la violencia y su solapada promoción como método de acción política”.
Estas palabras, pronunciadas hace más de un año, suscitaron críticas de ciertos sectores que, reduciendo la ética a unos pocos temas “valóricos”, parecían pasar por alto que nuestras relaciones sociales se rigen también por normas morales. ¿Acaso robar o mentir no son inmoralidades? Hoy, los hechos han puesto de manifiesto una realidad innegable: la corrupción, el tráfico de influencias y la malversación de fondos públicos parecen haberse convertido en males comunes.
Ejemplos recientes son claros: desde filtraciones en la Fiscalía que sugieren objetivos políticos hasta el caso Monsalve, quien en sus últimos días en el gobierno habría usado el aparato estatal para tapar un delito. También vemos a ciertos gobernadores regionales, como los de la Región Metropolitana y de O’Higgins, utilizando recursos públicos en sus redes para promover sus propias figuras con miras a una reelección. Lo más grave de estas situaciones es que quienes las protagonizan actúan a sabiendas de lo que hacen, creyendo que su posición les permite saltarse las normas, con la indiferencia de quien, en buen chileno, “les da lo mismo”.
En este contexto, pareciera que hemos llegado a un punto en que las autoridades que deberían estar resolviendo esta crisis son, en cambio, protagonistas de una nueva normalidad de abusos y faltas éticas. La clase política en general no parece estar respondiendo a esta crisis con la seriedad y la contundencia que la situación exige. Frente a este panorama, la ciudadanía juega un rol fundamental para redirigir al país hacia un camino de integridad y confianza.
El cambio comienza en lo más simple: en enseñar valores como la honestidad y el respeto a las nuevas generaciones, en promover la gentileza y el sentido de comunidad entre vecinos y, sobre todo, en la elección cuidadosa y reflexiva de nuestros representantes. Si como sociedad asumimos una postura de tolerancia cero ante la corrupción y exigimos que se tomen medidas efectivas al respecto, daremos pasos significativos para reconstruir el tejido social y comenzar a superar esta crisis.
Por Beatriz Hevia, abogada, expresidenta del Consejo Constitucional, para El Líbero
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