Cada uno tiene su interpretación sobre el triunfo de Trump. Alfredo Joignant, por ejemplo, dijo que, si la mayoría de los votantes en Estados Unidos hubiesen sido de clase media ilustrada, como los universitarios de la costa este y oeste (o quizá los profesionales de los grandes centros financieros como Nueva York o Chicago, o burócratas de Washington) habría ganado Kamala Harris.

Claro, eso es tautológico, pero no ocurrió porque la mayoría de los votantes y los estados del gran país del norte pertenecen a la América profunda; rural, o industrial no ilustrada, que han sido abandonados por el Partido Demócrata para acoger a la cultura woke que vive principalmente en los escasos estados en que ganó Harris. Lo de Joignant es una suerte de “fachopobreo” a los redneck americanos (cuello rojo porque trabajan a la intemperie y están quemados por el sol), que no reciben ayudas estatales para estudiar por muchos años en las prestigiosas universidades americanas y son tan ajenos al circuito financiero-cultural de las grandes ciudades del país del norte porque tienen que trabajar muy duro para ganarse el sustento. Esa población, que votó mayoritariamente por Trump, lo ha pasado mal por la inédita inflación que ha tenido Estados Unidos en los últimos años en un país sin UF que no reajusta periódicamente los salarios. También han debido sufrir la competencia de millones de inmigrantes que los gobernadores de estados “progresistas” acogen generosamente, pero que terminan obteniendo empleos de baja calificación que restan oportunidades de trabajo a los “redneck” y presionan sobre los precios de los arriendos.

Hace ocho años atrás, la primera vez que ganó Trump, tuve dos aproximaciones al tema que me dejaron lecciones. La primera en Nueva York poco antes de la elección cuando después de asistir a una obra en Broadway pasé con mi señora a comer algo y el mexicano que nos atendió en la barra se declaró fervoroso partidario de Trump. Cuando mostré extrañeza y le mencioné el tema de la inmigración me contestó que era precisamente por eso, “pues yo ya estoy adentro y no quiero que venga otro a quitarme este estupendo trabajo”. La segunda fue participando en un panel de T13 el día de la elección, cuando los medios de prensa de renombre daban por hecha la victoria de Hillary Clinton hasta casi el final, cuando entraron en un estado de negación que contagió a conductores y panelistas locales.

Lo que yo no esperaba es que el caso se repitiera ocho años después. Con un poco más de cautela porque se mencionaba que las encuestas predecían un empate, muy pronto descubrí que ganaría Trump cuando miré CNN y Fox y ambas daban números muy parecidos (una lección para canales chilenos) aunque claro, los panelistas de CNN señalaban que tal o cual condado, que favorecía ampliamente a Kamala, aún no había sido escrutado (en eso no noté diferencias con los panelistas criollos).

En un magnífico artículo del cientista político de Libertad y Desarrollo, Jorge Ramírez en Ex Ante, titulado “Donal Trump: la física del poder” se desarrolla con más propiedad lo que creo que ocurrió en Estados Unidos. Nos recuerda Jorge que el escritor progresista Mark Lilla publicó hace poco el libro “El Regreso Liberal”, donde muestra cómo los Demócratas americanos reemplazaron a los sindicatos industriales por las aulas de las universidades de élite en Massachussets, Nueva York, Chicago y California como sus grupos de referencia.

Es interesante ahora observar si este fenómeno, que está ocurriendo hoy en otras latitudes incluyendo a países europeos en que hay un gran repunte de la derecha, llegará por estos lados. Las últimas elecciones sugieren algo así, por el abandono de la izquierda de los temas de seguridad ciudadana y migraciones.

Debemos reconocer que contamos con la valiosa ayuda del Frente Amplio, donde un “wokismo” criollo hace nata y tenemos caletas y luminarias con enfoque de género. Sabemos que las matemáticas no son su fuerte y seguramente no recuerdan que en teoría de conjuntos la intersección siempre arrojaba menos individuos que el total en los conjuntos interceptados. La interseccionalidad, entonces, que es una suerte de acumulación de presuntas desgracias que habilitan para victimizarse, deviene en una negación de la política, al menos de la política basada en la democracia representativa donde gana la mayoría, no la minoría.

Quizás por eso el Frente Amplio ha arremetido con la “igualdad sustantiva” y las fórmulas de discriminación positiva que intentaron imponer en su Constitución rechazada, que pueden resumirse en la máxima de Orwell en “Rebelión en la Granja”: todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros. Después de todo, en algún sentido, perverso, Fernando Atria tiene razón en su defensa del octubrismo y el mamarracho constitucional: es la única forma de hacer realidad el programa de Boric y arruinar Chile.

Por Luis Larraín, economista, para El Líbero

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