Termina este 2024 en medio de ciertas polémicas y algunos anuncios en diversas materias. A ello se suma la posibilidad de llegar a acuerdos en el tema de pensiones y la postergación de la discusión sobre la ampliación del aborto.
No ha sido un año fácil, como lo muestran sucesos de distinto tipo: los incendios en Viña de Mar, con resultados dramáticos de destrucción y numerosas muertes; el fallecimiento del Presidente Sebastián Piñera el 6 de febrero y el asesinato de tres carabineros, que enlutó al país. A ello se suman los procesos judiciales que han comprometido a la política, como la detención del exalcalde comunista Daniel Jadue; el caso de la exalcaldesa UDI Cathy Barriga; los problemas pendientes por las transferencias a las fundaciones afines al gobierno y la evolución del caso Hermosilla. Quizá el más grave de todos es el que afecta al exsubsecretario Manuel Monsalve, acusado de violación, de negligencia en el ejercicio del cargo (que no es un tema penal, por cierto) y, eventualmente, lo que ocurrió con el uso de los fondos reservados.
Los casos mencionados ilustran las “malas noticias” del 2024, pero no son las únicas. Los campamentos han adquirido una relevancia y masividad lamentable, que contrasta con la dificultad para adquirir viviendas; el gasto en áreas como salud y educación no tienen su correlato en buenos resultados académicos o en la atención a quienes están en listas de espera; la delincuencia sigue teniendo una presencia grande en la realidad y en las noticias, en el sufrimiento de las familias y de quienes aspiran a vivir en paz. La cifra de crímenes es tremenda y se ha consolidado en números, que vienen superando los mil asesinatos al año desde hace algún tiempo. Todo lo anterior tiene –como telón de fondo– una disolución del tejido social, que tiene efectos en la delincuencia, la drogadicción y la pérdida de oportunidades para los jóvenes.
Hay otro tema en que Chile muestra un deterioro grave, como es la situación económica, que se arrastra desde hace algún tiempo. Sin que exista una crisis económica propiamente tal, el país deambula entre la mediocridad y las informaciones contradictorias. El oficialismo suele destacar algunos logros, pero en la realidad la situación es diferente, con dificultades para encontrar trabajo, escasa inversión y un crecimiento económico muy bajo. Las perspectivas futuras no son alentadoras, aunque haya habido algunas medidas valoradas por sectores de la población, como el aumento del salario mínimo y la disminución de las horas de trabajo (que destacan quienes tienen empleo formal y producen dificultades a quienes no lo tienen).
Suele ocurrir que al final de cada año se presentan balances y se hacen proyecciones. Estas últimas, en el caso de Chile, estarán fuertemente asociadas a la elección presidencial de 2025, a lo que se suman las elecciones parlamentarias que definirán la totalidad de la Cámara de Diputados y una parte del Senado. En este plano, será un año marcado por la política, los distintos partidos que disputarán el favor de la ciudadanía y las candidaturas que pretenderán llegar a La Moneda, la “casa donde tanto se sufre”, pero que siempre tiene postulantes disponibles para ocuparla.
Como en otras ocasiones, seguramente lo más importante quedará relegado en un segundo plano, frente al mayor efectismo del proceso electoral. Suele ocurrir que las portadas, pantallas y análisis se concentran en los candidatos y las encuestas, los debates y las polémicas, pero dejan de lado los temas centrales. En este último aspecto me parece que la clave está en el cambio de rumbo que debe realizar Chile, con urgencia, para recuperar la senda del crecimiento económico y promover un efectivo progreso social, que permita superar la compleja situación de sectores importantes de la población.
Me parece que hay dos aspectos para definir la actitud con la cual Chile debe enfrentar el 2025 y, en general, los desafíos futuros. Ellos son, primero, la determinación para asumir el camino del progreso y, en segundo lugar, una genuina esperanza en las posibilidades del país y su gente. Como es obvio, ninguna de estas dos condiciones es fácil ni se van a dar de inmediato ni naturalmente. Por el contrario, requieren mucho trabajo y entender el imperativo de un cambio de rumbo, que hoy parece tan necesaria como difícil de asumir por los sectores dirigentes.
En primer lugar, es complejo porque no existe un consenso básico sobre el camino que debe seguir Chile para su desarrollo y la mejor calidad de vida de la población. Por cierto, hoy no hay una división tan profunda como la que hubo en torno a la revolución de octubre de 2019 y que se extendió durante la Convención constituyente, reflejo de una contradicción muy clara entre la realidad del país y las aspiraciones de un sector de la clase política y de la población. Si bien la situación hoy es menos polarizada que la existente en el primer año del Presidente Gabriel Boric en La Moneda, la verdad es que no contamos con un proyecto común, ni metas claras y tampoco, como es obvio, un camino para avanzar.
En segundo lugar, la esperanza no debe ser un optimismo vacío o meramente voluntarista, sino que debe ser una actitud definida, pero que debe irse confirmando con la evolución de la realidad social del país. En otras palabras, es importante que la ciudadanía y los sectores dirigentes tengan una actitud más positiva, que no se vean afectados o demolidos por cada mala noticia, los índices negativos o la repetición de la mediocridad y la decadencia. Para que Chile pueda más (inversión, desarrollo, logros), no basta con lamentarse, sino que es necesario recuperar las esperanzas. En síntesis, cambio de actitud y cambio de rumbo, los dos a la vez, con determinación y sentido de futuro.
Es más fácil decir todo esto que llevarlo a la realidad. La persistencia de las divisiones ideológicas –tan lejano de la década de 1990, por ejemplo, o de las aspiraciones de la sociedad– harán que el camino sea más largo y los avances más lentos. Por lo mismo, es preciso hacer pedagogía cívica, que ilustre una capacidad de convicción sobre las posibilidades de Chile y el destino al que está llamado. Conspira contra ello que no exista en realidad una crisis desatada, sino solamente problemas, serios y algunos más graves, pero sobre lo cual parece haberse producido acostumbramiento. Pero no es necesario esperar un colapso social para emprender un cambio de rumbo, ni tampoco es preciso que la repetición de la mediocridad nos impida volver a mirar con optimismo el futuro.
Por Alejandro San Francisco, investigador senior, Instituto Res Publica; Académico Facultad de Derecho Pontificia Universidad Católica de Chile, para El Líbero
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