La elección de Manuel José Ossandón como presidente del Senado fue, a todas luces, una derrota de los partidos de Chile Vamos, y por extensión, un golpe a su candidata presidencial. ¿Estuvo consciente él de las eventuales consecuencias de su emprendimiento personal, la principal de las cuales era sembrar dudas sobre la capacidad de la derecha para dar gobernabilidad al país? No hay cómo saberlo, pero quizás ello haya sido un pelo de la cola en su orden de prioridades. Lo importante era instalarse en la presidencia del Senado, aunque fuera con los votos de los adversarios y dejando en mal pie a su propio partido. Pragmatismo es una palabra débil en este caso.

Tuvieron razones para celebrar los partidos del exangüe bloque gobernante, y no por haberle conseguido la vicepresidencia a Lagos Weber, sino por haber metido un gol de media cancha en un período en el que no han tenido motivos para celebrar, el gobierno de Boric se va difuminando y son muy sombrías las perspectivas para la votación de fin de año.

A la política nada de lo humano le es ajeno. Pero, dado que lo central en ella es la lucha por el poder, se suelen potenciar aspectos oscuros de lo humano, en este caso una noción viscosa sobre los valores en los que se asienta el orden democrático, como también sobre la noción de decencia y el significado de la lealtad.

El Congreso lo ha ilustrado crudamente en los años recientes. Fue vergonzoso su comportamiento frente a la más dura prueba enfrentada por la democracia, la asonada de octubre de 2019, cuando numerosos parlamentarios no le hicieron asco a la idea de provocar la caída del presidente constitucional.

En los días del frenesí y la violencia, asomaron muchas miserias políticas en el Congreso, del mismo modo que en el período del desvarío constituyente, cuando los parlamentarios crearon la Convención y luego se lavaron las manos respecto de lo que resultara. Incluso cuando la pandemia causaba estragos en 2020 y 2021, hubo demagogia galopante de quienes, con los peores métodos, buscaron invalidar el encomiable esfuerzo del ministerio de Salud para proteger a la población, cuyo mérito nadie se atreve hoy a discutir. La frivolidad y la indolencia llegaron lejos con el retiro de fondos previsionales. En fin, el muestrario está recargado.

No es accidental que el Congreso aparezca con mínimas calificaciones en todas las encuestas. Es el resultado de haberse convertido en una vitrina de los vicios de la política. Lo curioso es que muchos parlamentarios creen que los ciudadanos no se dan cuenta de ello, y siguen dando muestras de banalidad, cuando no directamente de venalidad.

Son conocidos los nombres de los protagonistas de algunos de los escándalos políticos más sonados. Es cierto que en el Ejecutivo, el poder judicial y los municipios también pasan cosas feas, pero, debido a la irradiación del Parlamento, es posible que su capacidad de daño sea mayor.

En la percepción negativa que predomina sobre el Congreso, pagan justos por pecadores. Hay diputados y senadores que actúan con sentido de Estado y trabajan con dedicación: son, en general, poco conocidos por el público debido a que aparecen rara vez en los puntos de prensa y no están interesados en el ruido mediático, precisamente por estar concentrados en hacer su trabajo a conciencia. Las caras de los otros, en cambio, son conocidas por todos.

La política es demasiado importante para la vida en libertad, y no sirve descalificarla genéricamente y dar a entender que existe una alternativa de gobierno eficaz, pero sin políticos. Ya sabemos en qué consiste eso: es la dictadura, en la que son eliminadas las taras de la política simplemente porque son aplastadas las libertades. Es la fórmula en la que las decisiones son adoptadas por un caudillo o una camarilla. Nos consta que el remedio es peor que la enfermedad.

La democracia no es perfecta, sino perfectible. El reto es, por lo tanto, conseguir que las instituciones democráticas sostengan eficazmente el interés colectivo, y combatir sus defectos sin debilitar el pluralismo, el diálogo y la alternancia en el poder. ¿Es un asunto de estructuras? Solo en parte. Lo primordial son las virtudes cívicas, la selección del personal y la calidad de los liderazgos.

Es válida la preocupación por el exceso de partidos, pero corresponde establecer un equilibrio entre su número sin inhibir la competencia ni bloquear el surgimiento de nuevas fuerzas. Las reformas no pueden estar hechas para que los partidos más grandes duerman tranquilos. Hay que frenar la fragmentación y la dispersión, pero no existen fórmulas garantizadas. No eran tantos los partidos en 1973, y la democracia se hundió desastrosamente.

Necesitamos un mejor Parlamento, firmemente comprometido con el Estado de Derecho y dispuesto a sostenerlo en cualquier circunstancia. Que legisle con sentido nacional, que rechace el tráfico de influencias y el caciquismo, que procure dar ejemplo de civismo a las nuevas generaciones. Pero, ello no cae del cielo.

Son los partidos los que deben contribuir a ello, actuando como filtros al designar los candidatos. El país reclama parlamentarios preparados para la tarea legislativa, que sean honestos y no se dejen arrastrar por la tentación demagógica.

Las causas del retroceso de Chile han sido descarnadamente políticas. Fueron los malos diagnósticos de hace 10 años los que lo desviaron del camino al desarrollo, y fueron sobre todo las múltiples expresiones de deslealtad con la democracia las que lo llevaron al borde del despeñadero. Esperemos que los errores hayan enseñado algo.

Por Sergio Muñoz Riveros, analista político

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