Durante gran parte de nuestra vida adulta, preferimos creer historias —ya sean propias o ajenas— en lugar de buscar pruebas que las respalden. La razón es sencilla: razonar con base en evidencia es difícil; contar historias, en cambio, es fácil. Sin embargo, como dijo John F. Kennedy en su discurso en la Universidad Rice en 1962: “Elegimos […] hacer las otras cosas, no porque sean fáciles, sino porque son difíciles, porque ese objetivo servirá para organizar y medir lo mejor de nuestras energías y habilidades, porque ese desafío es uno que estamos dispuestos a aceptar, uno que no estamos dispuestos a posponer, y uno que pretendemos ganar”.
Esa misma inclinación narrativa se extiende incluso al ámbito científico. Cuando dirigí una expedición para recuperar materiales meteoríticos del fondo del océano Pacífico, basándonos en datos de la NASA, algunos científicos negaron la validez de la misión sin haber accedido a los materiales recolectados. Tras recuperar muestras con una composición química anómala, sugirieron que se trataba de cenizas de carbón y que, probablemente, habíamos estado en el lugar equivocado. En lugar de enfrentarse al arduo trabajo de evaluar la evidencia empírica, optaron por relatar historias alternativas sin fundamento directo.
Esta tendencia se intensifica aún más en el terreno político. Durante una visita reciente a Washington D. C., escuché afirmaciones según las cuales el gobierno de Estados Unidos tendría en su poder vehículos de origen extraterrestre. Pero, como con cualquier adquisición importante, nadie debería aceptar algo tan extraordinario sin verlo: no compraríamos un auto usado sin antes inspeccionarlo.
Hace mil años, mucha gente habría jurado que la Tierra era el centro del universo. Una encuesta en esa época probablemente habría confirmado esa creencia como verdad incuestionable. No fue sino hasta 1992 que el Vaticano admitió que esa historia ampliamente aceptada era errónea. Este ejemplo demuestra que el conocimiento puede avanzar, siempre que estemos dispuestos a desafiar nuestras ideas preconcebidas con evidencia sólida.
Generar conocimiento requiere financiación. Las afirmaciones extraordinarias exigen inversiones proporcionales. El Proyecto Manhattan —que desarrolló la primera bomba atómica— costó 2 mil millones de dólares en 1945, equivalentes a más de 30 mil millones actuales. Si los Fenómenos Anómalos No Identificados (FANI) representan nuevas tecnologías relevantes para la seguridad nacional, merece la pena asignarles al menos un 3 % de ese presupuesto histórico, es decir, mil millones de dólares actuales.
En una entrevista reciente con Natasha Zouves de NewsNation, propuse que el Congreso financie un “Proyecto FANI-Manhattan”, destinado al desarrollo de software de inteligencia artificial capaz de detectar anomalías en los datos recogidos por sensores de última generación. Este esfuerzo nacional permitiría identificar objetos más pequeños que el globo espía chino de 2023 y prevenir fallos de seguridad reconocidos en informes recientes del Congreso elaborados por el director de inteligencia nacional. Todos los objetos en nuestro cielo deben ser identificados para garantizar la eficacia del presupuesto de defensa de un billón de dólares del año fiscal 2026.
Como valor añadido, el proyecto también podría identificar tecnología extraterrestre y ayudarnos a responder una de las preguntas más fundamentales de la ciencia: ¿estamos solos en el universo? Sería un error destinar 10 mil millones de dólares al Observatorio del Mundo Habitable de la NASA para buscar microbios en exoplanetas, sin invertir al menos un 10 % de esa cifra en estudiar artefactos tecnológicos cercanos a la Tierra.
Confío en que el “Proyecto FANI-Manhattan” atraerá a las mentes más brillantes de la ciencia. La Oficina de Resolución de Anomalías de Todo Dominio (AARO) del Pentágono se ha centrado en datos históricos, difíciles de verificar, y carece actualmente de participación significativa de la comunidad científica más destacada. Con herramientas de IA avanzadas y análisis multimodal de datos captados por cámaras y sensores multilongitud de onda, este proyecto permitirá pasar de anomalías no identificadas a fenómenos identificados.
Mil millones de dólares pueden proporcionarnos la capacidad de comprender qué surca nuestros cielos. Tal vez incluso un Premio Nobel. Pero al menos, nos darán la tranquilidad de saber que nuestra seguridad está en manos de la ciencia, no de conjeturas.
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