El riesgo de que el escándalo de corrupción potencialmente asociado al rápido crecimiento de la Fundación ProCultura golpee demasiado cerca al Presidente Gabriel Boric ha llevado a muchos bien intencionados líderes políticos y otras influyentes voces en el país a querer cuidar la estabilidad política -protegiendo a la persona del Presidente- aunque eso implique no avanzar en las investigaciones en aristas que, de otra forma, hubiera tenido sentido avanzar. Lamentablemente, esas personas parecen creer que la defensa de la estabilidad democrática pasa por debilitar la autonomía de algunas instituciones para proteger a personas que temporalmente ocupan cargos en otras instituciones. Pero la calidad de la democracia se asegura solo cuando se respeta el funcionamiento y autonomía de cada una de las instituciones y cuando esas instituciones importan más que las personas que temporalmente ocupan cargos.

A partir de lo que públicamente se sabe del caso ProCultura, hay buenas razones para sospechar corrupción, toda vez que los recursos que recibió del Estado se multiplicaron más allá de lo que parece razonable después de iniciado el gobierno de Gabriel Boric. La cercanía de esa fundación con el círculo íntimo de Boric alimenta todavía más esas sospechas. Peor aún, las propias palabras de Boric en las conversaciones telefónicas con su ex psiquiatra (ex esposa del personaje central de ProCultura, Alberto Larraín) confirman que Boric le estaba prestando demasiada atención al avance de esa investigación. Es cierto que la Corte de Apelaciones de Antofagasta determinó que esa conversación no se puede usar en la investigación o potencial juicio contra los que resulten responsables, pero las palabras del Presidente son un innegable hecho que demuestra la cercanía del escándalo con el círculo íntimo de Boric.

Es un error intentar proteger al Presidente creyendo que con eso se protege la institucionalidad. En 2019, como respuesta al estallido social, muchos torpemente creyeron el insensato argumento de que la mejor forma de proteger la institucionalidad democrática era evitar la renuncia forzada del Presidente Sebastián Piñera. Pero eso implicó aceptar que un periodo de violencia política y de desorden social podía lograr forzar a los legisladores a incumplir su juramento o promesa de defender la constitución y a concordar, literalmente a altas horas de la noche, a firmar un acuerdo que iniciara un proceso constituyente.

Algunos alegaron que aceptar la renuncia de Piñera implicaba establecer el complejo precedente que la violencia social y el caos podían forzar la renuncia del Presidente. Pero el estallido social sentó un precedente todavía peor. La violencia social y el desorden político pueden forzar a la refundación institucional del país. El hecho que el proceso terminara fracasando por la ineptitud de ambos procesos constituyentes no borra el peligroso precedente con el que tendremos que vivir de que las quemas de estaciones del metro, los saqueos a supermercados y la destrucción de propiedad pública y privada pueden forzar a un nuevo proceso constituyente en el futuro.

En 2019, muchos equivocadamente pensaron que la institución de la presidencia y la persona del Presidente Sebastián Piñera eran más importantes que la fortaleza de nuestro orden constitucional. El resultado fue que Piñera se salvó de tener que renunciar a la presidencia, pero la constitución quedó permanentemente debilitada.

En 2003, cuando estalló el escándalo MOP-Gate, también asociado a triangulaciones de pagos a través de empresas privadas para financiar cargos políticos y actividad político-electoral, la respuesta de la clase gobernante fue un poco más sabia. Aunque también se buscó proteger la figura del Presidente de la República, se adoptaron reformas que fortalecieron las instituciones y corrigieron los errores de diseño institucional que habían permitido el desarrollo de estas malas prácticas. El resultado fue una institucionalidad más robusta y mejor preparada para lidiar con la realidad del país.

En la crisis política actual asociada a la Fundación ProCultura, de nuevo el país se enfrenta a la disyuntiva de si es más importante proteger a la persona que ocupa el cargo de la presidencia de la República o cuidar la institucionalidad. Muchos confunden la institución con la persona que ocupa el cargo. Pero las personas pasan y las instituciones quedan.

Para proteger la democracia del país, hay que esmerarse en respetar la independencia y autonomía de las instituciones. Así como no hay instituciones perfectas, porque las personas que ocupan cargos (sean presidentes, fiscales o cualquier otro cargo), pueden cometer errores o ilícitos, no podemos caer en la autodestructiva creencia de que algunas instituciones son más importantes que otras. En una democracia que funciona, la Fiscalía es independiente y autónoma. Por eso, no debe trepidar en seguir una línea de investigación, incluso si esa investigación pudiera comprometer al Presidente de la República o pudiera desenmascarar potenciales ilícitos cometidos por el Presidente o en los que el Presidente fue un encubridor. En una democracia que funciona, se protegen las instituciones, no a las personas que temporalmente ocupan los cargos.

Por Patricio Navia, sociólogo, cientista político y académico UDP

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