Peso Pluma en Viña: A veces hay que escuchar la voz del narco. Así se titulaba la columna de Alberto Mayol escrito en el sitio web biobiochile.cl. que terminó por dejar al polémico cantante mexicano fuera de Viña del Mar.

Posteriormente, Alberto Mayol publicó otra columna que causó escozor en la izquierda y especialmente en el Frente Amplio, partido por el que fue incluso candidato presidencial: El 18 de octubre de Gabriel Boric, en la que planteaba que a raíz del caso Monsalve, el presidente Boric hasta podría ser acusado constitucionalmente e incluso destituido.

Y como no hay segunda sin tercera, una nueva columna del Sociólogo y Académico de la Universidad de Santiago, publicada en el sitio web biobiochile.cl y titulada «Sexo, mentiras y video» golpeó muy fuerte en el oficialismo y en La Moneda.

Este año, el sociólogo y ex candidato a la Presidencia por el Frente Amplio había estado de bajo perfil.

Hasta que reapareció este martes, con otra columna escrita en el mencionado portal de la radio BíoBio y que golpeó nuevamente hasta los cimientos de La Moneda y a los partidos políticos de Gobierno

A continuación la mencionada columna titulada:

Boric, la primaria y el fracaso hegemónico de la izquierda

La siguiente es una lectura culturalista del proceso político de la izquierda. Es útil y es relevante dado que se había propuesto una batalla cultural. El análisis ejecutado se realiza a partir de conceptos y métodos desarrollados por veinte años y que han conducido mis reflexiones a explicaciones y predicciones que han sido valoradas, como mi visión sobre el cambio estructural que suponía 2011, siendo también evidente lo contrario en 2022. Esta teoría y sus metodologías se publicarán próximamente.

Si nos situamos en una perspectiva histórica, el gobierno de Gabriel Boric, iniciado en marzo de 2022, no debe evaluarse conforme a los criterios tradicionales de cumplimiento programático, ni siquiera únicamente en términos de eficacia técnica o estabilidad institucional. Su sentido histórico, su promesa, su potencia simbólica, se anclaban en un objetivo de mayor alcance: inaugurar una nueva hegemonía luego de la caída de la cultura política transicional. Más allá del programa, se trataba de reorganizar el sentido común, de sedimentar una nueva matriz simbólica y normativa para la sociedad chilena, a partir de la energía liberada en el ciclo destituyente consumado el 18 de octubre de 2019 e iniciado en mayo de 2011.

Ocuparemos solo algunas de las herramientas del trabajo conceptual ya señalado. A partir del modelo tridimensional de evolución cultural —valor de cambio sociológico, absorción semiótica y grado 1 simbólico—, se busca ubicar el gobierno de Boric dentro de un sistema de coordenadas que evalúa no solo su desempeño, sino su capacidad de institucionalizar símbolos, metabolizar energía social y estabilizar significaciones. El fracaso del proceso no fue solo político, sino también semiótico, institucional y estructural.

El estallido social de octubre de 2019 fue, en sentido estricto, una explosión de energía semiótica desbordada. Es decir, dada la exigencia de una energía social disruptiva, la sociedad buscó canalizar en su lenguaje, en sus valores, el proceso. Pero no tuvo éxito en el corto plazo. Luego hubo una expectativa (un proceso constituyente) y también fracasó.

Y luego hubo un segundo proceso constituyente, menos tenso, pero que igualmente fracasó. El estallido produjo efectos de los que Chile no se ha recuperado. Fue un colapso simultáneo del régimen de significados vigente, de los dispositivos de representación, del lenguaje político institucional. Fue un momento en que la sociedad chilena desarticuló los marcos con que se había simbolizado y normado a sí misma desde la transición.

Este momento, que se puede considerar destituyente de un orden, debe entenderse como una fase donde la energía acumulada (malestar social fundamentalmente) reventó las estructuras institucionales sin que existiera aún un lenguaje y unos valores (y unas normas y unas instituciones) que reemplazaran al anterior. La revuelta no tuvo portavoces ni programa porque no era aún un momento constituyente, sino uno termodinámico-semiótico: disolvía, fundía, destruía marcos.

Boric, como figura, y el Frente Amplio como proyecto, emergen de esta energía. No la generaron, pero la capturaron parcialmente, la canalizaron, y se propusieron dotarla de forma institucional. Estaban encima de la oportunidad. Podían construir hegemonía. Desde una perspectiva gramsciana, una hegemonía no se reduce a una mayoría electoral ni a un dominio técnico del aparato estatal. Es una forma de sentido común institucionalizada, una matriz de normas, valores, símbolos y dispositivos que no solo organizan la vida social, sino que la hacen parecer natural. Una hegemonía no se impone; se sedimenta.

Gabriel Boric y su generación política tenían en sus manos una acumulación contrahegemónica de más de una década: el ciclo de protestas estudiantiles de 2006 y 2011, la crítica a los marcos del consenso transicional, la emergencia de nuevas luchas feministas y ecologistas, la visibilización de las demandas indígenas, y, finalmente, el estallido de 2019. Todo ello había construido una reserva simbólica, discursiva y afectiva que podía convertirse en hegemonía.

El triunfo presidencial de 2021 debía ser el punto de inflexión entre contrahegemonía y hegemonía. La redacción de una nueva Constitución por una convención paritaria, plurinacional y elegida democráticamente era el vector perfecto para ello. No se trataba de implementar un programa, sino de transitar desde el momento destituyente al constituyente, y de allí a una nueva forma hegemónica de Estado, cultura y economía.

A Boric no le servía una lista de supermercado de medidas presidenciales. Él iba a fundar un nuevo orden. No haré spoiler.

Hagamos el análisis a partir del triángulo conceptual antes referido. Este triángulo nos refiere a los tres procesos normales de configuración de una matriz cultural coherente. Es decir, es la forma en que un nuevo cuerpo de ideas se desarrolla a partir de su propia lógica interna, de sus propias leyes de desarrollo.

Proceso 1: Valor de cambio sociológico

Este eje evalúa la capacidad de un sistema para convertir símbolos en instituciones. Es el paso desde el lenguaje a la norma, desde el valor expresivo al valor normativo. En este plano, el gobierno de Boric fue prolífico en signos, discursos y gestos, pero pobre en traducción institucional. Muchas de sus promesas se estancaron en el nivel performativo, sin convertirse en reglas, dispositivos o estructuras duraderas.

Pese a contar con mayoría en la Convención Constitucional, y con capacidad de influir en el diseño del texto, la propuesta no fue leída como norma futura, sino como símbolo identitario. La votación del 4 de septiembre de 2022, con su aplastante rechazo, confirmó la ruptura entre los símbolos y su institucionalización. El tamaño de ese golpe es sideral.

Resulta sorprendente como la izquierda política sigue culpando a las noticias falsas y otras yerbas de su propia incapacidad para aprovechar un espacio de grandes oportunidades para, sencillamente, hacer lo que siempre habían dicho que buscaban: una Constitución Política que diera límites y garantías para una ciudadanía que habitara en justicia y para una política sin sesgos y privilegios.

Proceso 2: Absorción semiótica

Este eje mide la capacidad del sistema para absorber, modular y procesar la energía social, evitando su fuga caótica o su explosión violenta. Es el viejo rol del rito. El gobierno de Boric recibió presiones desde múltiples direcciones: expectativas radicales, oposición sistémica, medios hostiles, sectores empresariales reacciones, disidencias internas.

¿La respuesta? Fue ambigua. El Ejecutivo tendió a reaccionar más que a metabolizar, mostrando un estilo político centrado en gestos comunicacionales, cambios tácticos y contención institucional sin horizonte claro.

El resultado fue una creciente sensación de desgobierno narrativo. El gobierno no impuso marcos, fue atrapado por los marcos ajenos y sobre todo por los acontecimientos. Quedó claro que no había proyecto, que los valores se dejaban de lado fácilmente (un trabajador murió en La Moneda por una extensa jornada laboral mientras el gobierno la reducía, una trabajadora se suicidó en un ministerio en un gobierno preocupado de la salud mental, una denuncia de violación fue minimizada por el Presidente en el gobierno feminista).

Proceso 3: Grado uno simbólico

Este eje analiza el grado de estabilidad, precisión y fijación de los significados sociales dominantes. Un sistema en grado 1 simbólico tiene símbolos estables, definidos, coherentes. Su contrario es el grado cero, donde abunda la poesía, la libertad de las palabras, pero no la precisión. En el caso del gobierno de Boric, los símbolos clave (“dignidad”, “nueva Constitución”, “cambio”, “generación”) se tornaron rápidamente difusos, atacables, insignificantes desde fuera.

Los adversarios lograron instalar definiciones más potentes: “octubrismo”, “progresismo elitista”, y tantos otros. La incapacidad de disputar y fijar el sentido de estos símbolos marca una regresión semiótica. No se trató solo de perder batallas culturales, sino de renunciar a la construcción del sentido colectivo.

Y todo tuvo una fecha

El 4 de septiembre de 2022 fue el momento en que colapsó la apuesta hegemónica del gobierno. La derrota del texto constitucional no fue solo un revés electoral, sino una pérdida estructural del régimen simbólico y una inesperada renuncia a la posibilidad de mover la historia. Lo que se había querido elevar a norma fue rechazado por las mayorías (y con bastante razón), y con ello se perdió la posibilidad de institucionalizar el relato.

Desde ese punto, el gobierno de Boric entró en una fase regresiva: abandono del lenguaje fundacional, adopción de una retórica de estabilidad, orden y gestión, recomposición del gabinete en clave más tecnocrática, alianza con sectores del viejo orden. Esta transformación no fue solo táctica, fue un cambio de dirección. Boric ni siquiera encontró una síntesis entre un régimen discursivo y otro. Sencillamente se movió en la comodidad: se renunciaba. En este último año le puso nombre a su creatura: normalidad. El gobierno quería la normalidad. Sí, la de antes.

El sistema simbólico evolucionaba en dirección contraria a la original.

Al no lograr establecer una nueva hegemonía, el sistema político chileno quedó suspendido entre una hegemonía agotada y una que no pudo nacer. En este interregno, el aparato estatal funciona sin espíritu, los partidos operan sin horizonte, y los símbolos públicos flotan sin anclaje. Se configura así una fase donde emergen alternativas colapsistas, autoritarias o regresivas.

Este fracaso no fue una mera derrota política. Fue un fracaso evolutivo: no se logró institucionalizar el valor simbólico acumulado, no se pudo absorber el exceso de energía social, y no se estabilizó el régimen de significados. En términos de nuestro modelo, el sistema se mantiene fuera de la zona de equilibrio adaptativo, desplazándose hacia su borde inferior.

Por esto es que el gobierno de Gabriel Boric será recordado, no por sus políticas sectoriales ni por sus reformas específicas, sino por haber encarnado la promesa de una nueva hegemonía sin poder realizarla. Su objetivo era dotar de forma y norma al momento destituyente, convertir la contrahegemonía acumulada en régimen, estabilizar símbolos, absorber tensiones, crear una forma institucional nueva. Nada de eso ocurrió.

La oportunidad existió. La energía estaba disponible. El mandato era claro. Pero el gobierno no logró conducir el proceso evolutivo; quedó atrapado entre la lógica de los símbolos y la lógica de las instituciones, entre la energía y el sentido, entre el deseo de refundación y el temor al abismo. Algunos creen que fue cobardía, otros que fue incapacidad. La verdad es más dramática: nunca supo qué hacer con el pasado y nunca tuvo un proyecto de futuro que no fuera el ingreso de los cuadros principales a las elites.

Pero hay más, a propósito de futuro.

Esta herida es crucial en producir la situación fallida de la primaria del oficialismo.
Analicemos a los candidatos que están jugando la opción de triunfo.

Carolina Tohá

Partamos por Carolina Tohá (que se la está dando por descartada sin mucho análisis). La operación simbólica que encarna Tohá dentro del gobierno de Boric, y que se ha propuesto como línea de continuidad y salvataje del sistema, parte de una premisa cultural profundamente equivocada: que el fracaso del ciclo refundacional octubrista rehabilita la validez del proyecto de la transición democrática, es decir, el relato político-institucional de la Concertación y su ethos de acuerdos, gobernabilidad, gradualismo y pacto.

Sin embargo, esa lógica no responde a la naturaleza evolutiva de los sistemas culturales. Cuando un relato cae —como lo hizo el de la Concertación—, pierde su capacidad normativa y simbólica, independientemente de las fallas del que suceda. No se trata de un péndulo que regresa a su punto anterior, sino de una transformación del terreno semiótico, donde las viejas legitimidades no se reciclan automáticamente, sino que suelen reaparecer como formas zombis, inertes, incapaces de generar adhesión vital. No es cierto que un ciclo cerrado pueda abrirse.

El relato de la Concertación no fracasó por su gestión técnica, sino porque perdió la capacidad de simbolizar el país que ayudó a construir. Su proyecto fue exitoso mientras representaba el tránsito desde la dictadura a la democracia. Pero cuando esa tarea se consolidó, ya no tuvo relación fundante, y quedó al desnudo su falta de visión post-transicional.

La tesis de Tohá es que, al fallar el nuevo relato —el del Frente Amplio y la nueva Constitución—, debemos volver a confiar en las viejas formas del progresismo institucional. Pero esto equivale a esperar que el primer cadáver reviva porque el segundo murió. En realidad, lo que ocurre es que el sistema político queda atrapado entre dos cadáveres simbólicos, sin energía constituyente y sin signos vivos.

Desde el modelo de los tres ejes:

  • El relato de la Concertación perdió su valor de cambio sociológico: ya no produce instituciones nuevas.
  • Ha agotado su absorción semiótica: no puede metabolizar nuevas tensiones sociales.
  • Su grado 1 simbólico está roto: sus símbolos (consenso, crecimiento con equidad, política de los acuerdos) ya no significan nada movilizador. Es un signo anquilosado.

Por tanto, la vuelta a la Concertación no es una salida, sino una regresión simbólica sin destino. Tohá no representa una superación del ciclo fallido, sino una administración del vacío. El error no es de estilo ni de táctica: es de lectura cultural e histórica.

Jeannette Jara

Por otro lado, Jeannette Jara proviene de una matriz clásica de militancia: fue dirigenta estudiantil en los 90, subsecretaria de Previsión Social con Bachelet, y ministra de Trabajo en el gobierno de Boric.

Su visión del cambio es institucionalista, negociadora y centrada en el mundo del trabajo. Esto la sitúa en las antípodas culturales del octubrismo, que se caracteriza por: La desconfianza hacia las instituciones como vías de cambio y el uso de símbolos disruptivos más que institucionalizadores.

Esta postura entra en tensión con su partido, que tiene hoy un predominio octubrista (Jadue es el ejemplo). Jara, en cambio, cree en la ley, en el Congreso, en el diálogo con el empresariado. Su batalla es por derechos sociales concretos (pensiones, salario mínimo, negociación ramal), no por símbolos ni batallas culturales.

Las dos almas del PC coexistieron durante el gobierno, pero el fracaso del proceso constituyente y el colapso narrativo del octubrismo agudizó la contradicción. Jara se enfrenta a un dilema cultural dentro de su propio partido: su figura es vista como “moderada” o “tecnocrática” (una eurocomunista) por quienes se mantienen en el imaginario del octubrismo radical, mientras que para la élite empresarial sigue siendo “comunista”, aunque en los hechos es la figura más viable del PC para pactos de gobernabilidad.

Jara ha logrado soslayar la herida en la que habita gracias a su carisma y capacidad comunicativa, que hace recordar las virtudes de Bachelet. Pero cada treinta días enfrenta un cuchillo en un callejón oscuro, al modo de la Florencia del siglo XVI. Y hasta ahora ha sobrevivido.

Gonzalo Winter

Finalmente, Gonzalo Winter —y otros dirigentes del Frente Amplio— avanza con una campaña que se concentra en hablarle no a la sociedad, sino a los heridos del proceso fallido, a los que aún no logran hacer el duelo del proyecto constituyente. Su discurso es un gesto de consuelo identitario más que de reconstrucción política. Es decir, Winter no construye hegemonía: administra una melancolía.

Tras el fracaso del proceso constitucional, Gonzalo Winter no reelabora críticamente el proyecto original, ni propone una nueva estrategia narrativa o cultural. Por el contrario, regresa discursivamente al punto de partida, a la épica originaria. Winter vive en julio de 2022, idealizando el proceso constituyente como oportunidad histórica frustrada por “otros”, unas especies de trumpistas que destruyeron una gran propuesta constitucional que sería la más avanzada del mundo. El chiste se cuenta solo, pero por distintas razones, nadie se quiere reír.

Winter entonces hace un llamado a retomar esa senda como si la historia se hubiera detenido. Esta operación es regresiva en el plano simbólico: se niega el colapso, y se pretende que el camino frustrado sigue abierto, cuando lo que existe es una estructura simbólica deslegitimada.

El discurso de Winter no apunta al electorado general, ni siquiera a los sectores progresistas más amplios. Su destinatario es un grupo específico: los traumatizados lúcidos, los que han visto la revelación más extraña, aquella que dice que tendrán el poder y no podrán hacer nada con él; aquella aparición que nos dice serán a imagen y semejanza de su madre (tanto la arquetípica, Concertación; como la política, Bachelet; como la real, sus padres).

Las personas que busca Winter son aquellas que vivieron el proceso constituyente como una experiencia emocional transformadora y que sufrieron su derrota como una traición histórica. Y que aún no acepta que ese ciclo haya terminado. Winter les ofrece una continuidad simbólica ilusoria, un espacio donde aún “es posible” aquello que ya ha sido clausurado por el cuerpo político nacional. Es un discurso de melancolía con esperanza artificial.

Gonzalo Winter no representa una izquierda que piensa el futuro, sino una que busca consuelo en el pasado reciente, con una habla dirigida a los que aún creen que la puerta no se ha cerrado, aunque el país entero ya esté en otra sala.

Su candidatura —si se materializa— no será juzgada por sus propuestas, sino por su incapacidad de duelo, por la inmovilidad emocional que expresa en forma de continuidad política. Y esa es la trampa: un símbolo de futuro que solo mira hacia atrás.

El único jugador de la primaria que está en otro registro (y por ello se le ejecuta matonaje constante) es Jaime Mulet. Pero está fuera de la competencia al día de hoy (y queda muy poco).

La derrota hegemónica de la izquierda

Solo daré un dato final sobre la importancia del primer proceso constituyente como responsable de la pérdida de toda capacidad de articular una respuesta legítima y creíble para la ciudadanía desde las fuerzas oficialistas (lo que redunda en una imposibilidad de triunfo de la izquierda).

Quienes han revisado la Encuesta de La Cosa Nostra saben que preguntamos habitualmente sobre los niveles de legitimidad de la riqueza y resulta ser un indicador extraordinario para comprender el clima sociopolítico.

Resulta que en mayo de 2021 (dos meses antes de iniciarse la Convención Constitucional) el 88% de las personas que respondieron la encuesta señalaron que la riqueza provenía de alguna clase de abuso. Pero solo once meses después, en abril de 2022 (cuando faltaban dos meses para que cerrara la Convención Constitucional), el resultado se había invertido: el 62% consideraba que la riqueza provenía del mérito. Y hoy ese puntaje sigue en el mismo nivel sin novedades relevantes y ya sumando tres años.

Es la prueba más clara de la derrota hegemónica de una izquierda que tuvo todo para construir un proyecto país de relevancia histórica y que hoy solo podrá mirar para ver si acaso la derecha tendrá la capacidad de hacer lo que ella no hizo.