La liberación de los 20 rehenes israelís tras 738 días de cautiverio en Gaza no representa solo un final, sino el comienzo de un complejo proceso de reconstrucción física y psíquica. Sus primeras horas en libertad han comenzado a develar un cuadro sistemático de tortura, manipulación psicológica y privación absoluta, cuyo impacto redefine los límites de la resiliencia humana.

Lejos de ser una simple reclusión, el cautiverio impuesto por Hamas constituyó un ecosistema diseñado para la despersonalización. Los testimonios iniciales describen un régimen de tortura multidimensional donde el aislamiento fue una herramienta central. Avinatan Or permaneció completamente solo durante los 738 días, un caso extremo que refleja una metodología calculada para quebrar la resistencia mental. Otros, como Elkana Bohbot, pasaron la mayor parte del tiempo encadenados en túneles subterráneos, perdiendo toda noción del tiempo y el espacio en una claustrofobia perpetua.

La dimensión física del sufrimiento resulta igualmente devastadora. Or perdió entre el 30% y el 40% de su masa corporal debido a prolongados periodos de inanición, mientras que Guy Gilboa-Dalal solo recibió alimentación forzada en el último mes, tras la difusión internacional de un video que mostraba a otro rehén en estado de extrema delgadez. Estas prácticas no respondían al azar, sino a una lógica de control donde las necesidades básicas se convertían en instrumentos de negociación y sometimiento.

Sin embargo, la estrategia más sofisticada fue la manipulación psicológica. Los captores implementaron un minucioso sistema de desinformación y tormento emocional: a Matan Angrest le informaron falsamente sobre la muerte de sus abuelos, sobrevivientes del Holocausto; a Guy Gilboa-Dalal lo sometieron en tres ocasiones a preparativos para liberaciones ficticias, solo para prolongar su angustia. La separación de los gemelos Gali y Ziv Berman, quienes permanecieron todo el cautiverio ignorando su mutua proximidad, constituye otra faceta de esta tortura calculada para maximizar el desamparo.

En contrapunto a esta crueldad institucionalizada, emergen episodios de una perturbadora ambigüedad. Omri Miran, trasladado a 23 lugares distintos, llegó a cocinar para sus captores e incluso participaba con ellos en juegos de cartas cuando necesitaban un jugador adicional. Estas interacciones, que podrían interpretarse como momentos de humanidad, operaban en realidad dentro de un marco de absoluta asimetría de poder, donde el secuestrado debía negociar micro-dosis de dignidad a cambio de pequeños respiros en su calvario.

El regreso a la libertad representa, por tanto, un shock de dimensiones incalculables. Como explica la psicóloga Einat Kauffman a Infobae, la prioridad inmediata es «restituir a los liberados la sensación de autonomía sobre sus acciones cotidianas». Durante el cautiverio, gestos elementales —como decidir cuándo hablar, reír o comer— quedaron suprimidos. Ahora, los liberados muestran dudas sobre si pueden realizar acciones básicas sin pedir permiso, reflejando en su lenguaje corporal la internalización profunda de su condición de sometimiento.

Kauffman reconoce un vacío en la práctica clínica: «Tenemos protocolos para casos simples… Pero civiles secuestrados tanto tiempo, no». Esta admisión subraya la singularidad del trauma: la medicina se enfrenta a un territorio inexplorado donde la reconstrucción del yo exigirá no solo sanar heridas visibles, sino reconfigurar una identidad sistemáticamente desmantelada durante más de dos años. El abrazo de los hermanos Berman en la base de Re’im, celebrado por la multitud en Tel Aviv, simboliza el primer paso en un camino donde cada reencuentro con la luz del sol, cada decisión trivial y cada cigarrillo compartido —como el de Or y Noa Argamani— representan actos de resistencia en la reclamación de una humanidad robada.

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