La incorporación de jóvenes a las barras bravas es un fenómeno multicausal que va más allá del fanatismo deportivo. En su base, responde a una búsqueda de identidad, pertenencia y propósito, necesidades humanas fundamentales que, de no ser satisfechas en entornos como la familia, la escuela o la comunidad, encuentran un sustituto poderoso en el grupo ultra. Para muchos adolescentes, la barra ofrece un código de honor, una hermandad y un sentido de importancia que la vida cotidiana les niega. Este sentimiento de vacío y falta de oportunidades es el caldo de cultivo perfecto para la seducción de la violencia grupal.

El factor género es aquí determinante. La socialización tradicional de los hombres jóvenes gira en torno a ideales de fuerza, agresividad, dominio del espacio público y lealtad inquebrantable al grupo. La barra brava se convierte en un escenario donde estos mandatos de masculinidad se pueden ejercer y validar de manera extrema. La violencia, lejos de ser condenada, es glorificada como un acto de coraje y hombría. Para un joven que se siente inseguro o marginado, demostrar su «valor» en una pelea callejera se transforma en un rito de paso para ganar respeto y estatus dentro de la jerarquía del grupo.

¿Cómo detectar si un joven está en riesgo? Las señales de alerta suelen ser progresivas. Un cambio drástico en el grupo de amigos, adoptando una estética particular (ropa específica del equipo, símbolos, cortes de pelo) y un lenguaje cargado de argot violento. Un aumento del secretismo, mentiras sobre su paradero y un desinterés repentino por actividades que antes disfrutaba. Su conversación comienza a girar obsesivamente alrededor del equipo y la «jauría», justificando o celebrando los actos violentos de la barra como actos heroicos.

Detectar estas señales requiere una mirada atenta que no naturalice la violencia como «cosa de chicos». Es crucial preguntarse no solo «¿con quién anda?», sino «¿qué necesita probar o demostrar con esa actitud?». La respuesta suele estar ligada a una crisis de identidad masculina. La prevención, por tanto, no pasa solo por prohibir, sino por ofrecer alternativas saludables donde los jóvenes puedan construir una masculinidad positiva, basada en el respeto, la empatía y la autoestima lograda a través de canales no violentos.

Intervenir a tiempo es salvar una vida. El camino desde la admiración hasta la participación activa en la violencia es más corto de lo que se cree. El rol de la familia y la escuela es abrir espacios de diálogo donde se puedan deconstruir estos modelos tóxicos de masculinidad y ofrecer un sentido de pertenencia que no esté ligado a la destrucción, sino a la construcción de un proyecto de vida propio.

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