La reciente revelación del Departamento de Defensa de Estados Unidos sobre la existencia de un plan de contingencia específico para una eventual huida del líder venezolano Nicolás Maduro marca un punto de inflexión discursivo y estratégico en la prolongada crisis bilateral. Este anuncio, realizado por la portavoz del Pentágono Kingsley Wilson, no se limita a una mera declaración de preparación logística, sino que opera como un instrumento de presión geopolítica. Al situar en el ámbito público la posibilidad de una operación vinculada a la salida forzada o voluntaria de Maduro, Washington traslada un mensaje de asedio integral, combinando la presión militar desplegada en el Caribe con una amenaza explícita sobre el destino personal del mandatario, lo cual busca minar la estabilidad interna de su gobierno.
La justificación oficial para esta escalada continúa anclada en el marco de la lucha contra el «narcoterrorismo», un concepto expandido que permite a la administración estadounidense enmarcar sus acciones bajo la doctrina de seguridad nacional y defensa propia. Wilson detalló un balance operativo que incluye 21 ataques y 82 bajas etiquetadas como «narcoterroristas», un lenguaje que busca legitimar el uso de fuerza letal en aguas internacionales o zonas grises de jurisdicción. La revelación más controversial—el reconocimiento de un segundo ataque contra supervivientes de un primer bombardeo—eleva serias cuestiones sobre el cumplimiento del Derecho Internacional Humanitario y los protocolos de enfrentamiento, justificados por el mando militar como una acción necesaria para «la eliminación de una amenaza».
Este marco se radicaliza con las declaraciones del presidente Donald Trump, quien anunció la inminente transición de operaciones navales a incursiones terrestres directas dentro del territorio venezolano. La afirmación «Conocemos las rutas que toman, sabemos dónde viven» sugiere un nivel de inteligencia operativa y una disposición a ejecutar acciones de contraguerrilla o ataques quirúrgicos en suelo soberano de otro país, sin el consentimiento de su gobierno. Este salto cualitativo, de interceptar embarcaciones a planificar operaciones en tierra, representa una peligrosa escalada que borra la línea entre la interdicción marítima y una campaña de hostilidades directas, acercándose a los límites de un conflicto armado no declarado.
La estrategia comunicacional desplegada es binaria y deliberadamente provocadora. Por un lado, el Pentágono insiste en el carácter técnico y defensivo de sus «planes para cada contingencia», presentándose como un actor reactivo y profesional. Por otro, la retórica de Trump desde la Casa Blanca es de ofensiva abierta y ampliación del teatro de operaciones. Esta dualidad sirve a un propósito estratégico: mantener una presión máxima mientras se deja abierta la interpretación sobre los límites finales de la intervención, generando incertidumbre y dislocación en el adversario. La mención explícita a Maduro personaliza el conflicto, transformando una compleja crisis política y humanitaria en un enfrentamiento con un individuo y su círculo.
En conclusión, la revelación del plan de contingencia y el anuncio de operaciones terrestres inminentes constituyen más que un simple giro táctico; son elementos de una estrategia coercitiva integral diseñada para forzar un desenlace en Venezuela. Al fusionar la guerra contra las drogas con un objetivo de cambio de régimen, y al trasladar la amenaza del ámbito marítimo al terrestre y del impersonal al personal (Maduro), Estados Unidos está redefiniendo las reglas de la confrontación en el hemisferio. Esta escalada, justificada bajo el paraguas de la seguridad nacional, no sólo intensifica el peligro de una confrontación militar directa, sino que también establece un precedente alarmante para la intervención en la región, basado en una interpretación expansiva y unilateral de las amenazas a su seguridad.
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