Redactor: Diego Morales, Periodista de Crónica Urbana.
Son las 8 de la mañana en un baldío a las afueras de la ciudad. El olor a café fuerte se mezcla con el de la pintura acrílica. Aquí no hay hombres. Un grupo de quince mujeres, entre los 18 y los 35 años, despliega una gigantesca lona sobre el piso. Es la «bandera de guerra» que mostrarán hoy. Mariana, de 28 años, arquitecta de lunes a viernes, traza el diseño con mano experta. «Acá somos todas iguales. No importa si estudias o barres la calle. Lo que importa es la mano firme para pintar y el aguante para bancarse 90 minutos gritando».
A las 11, se unen al grueso de la barra en el punto de encuentro tradicional. Los saludos son fuertes, abrazos y golpes en la espalda. Se nota un respeto ganado. Durante la marcha al estadio, van intercaladas, no atrás. Cantan todas las estrofas, incluso las más agresivas. Lucía, la más joven, carga el pesado bombo durante un trampo, sudando la camiseta. Nadie se la ofrece quitar.
En el estadio, ocupan su sector, cerca del alambrado. Tienen un repertorio de cánticos propios que coreografían. Cuando el rival marca, reciben los insultos y los devuelven con creces. Su lenguaje es tan crudo como el de cualquiera. En los momentos de tensión, forman una cadena para evitar que los más exaltados escalen. «A veces somos la voz de la cordura, a veces la de la locura», dice Mariana, sonriendo.
Al final del partido, victoria. El ritual se repite a la inversa. En el micro de regreso, el cansancio es visible, pero la energía perdura. Comparten fotos y videos, analizan la performance de la hinchada. Para el mundo exterior, son un enigma. Para ellas, es la normalidad. «La gente piensa que venimos a buscar novio o a causar lástima. No entienden que esto es liberación, es hermandad, es sentir que por 90 minutos, el mundo es simple y te pertenece».
Su desafío al estereotipo es total. No son aficionadas «light». Son el núcleo duro, con uñas pintadas de los colores del club y rodillas sucias de subir a las barreras. Han transformado la tribuna en un espacio más diverso y, en cierto modo, más humano, sin haberle quitado una pizca de su intensidad



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