Quizás la Copa del Rey no era el escenario adecuado para este Sevilla. No porque la competición no importe, sino porque exige justo lo que hoy el equipo no tiene: genio, fe y carácter. En Mendizorroza, el conjunto nervionense firmó una eliminación coherente con su estado actual, dejando una imagen triste, insulsa y alarmantemente apática. Bastó que el Alavés activara desde el banquillo a Lucas Boyé, un delantero cumplidor pero lejos de la élite, para que la fragilidad mental sevillista quedara al descubierto y un joven defensor cayera en la trampa del penalti que decidió la eliminatoria.
De poco sirvió un primer tiempo aceptable, aunque profundamente engañoso. El Sevilla jugó sin alma, instalado en la espera en el centro del campo y sin intención real de imponer condiciones. Solo reaccionó cuando se vio momentáneamente por delante, ya con apenas diez minutos por disputarse. Tampoco le inquietó que el partido se rompiera a ratos, que el rival demorara cada saque o que el ritmo se diluyera hasta volverse eterno. Desde casa, la sensación era inequívoca: acumulando o no ocasiones, el gol del Alavés parecía inevitable. Y lo fue. La eliminación se fue cocinando sin sobresaltos, a cámara lenta y sin resistencia.
El contexto tampoco ayudó. Al ser los dos únicos equipos de Primera División enfrentados en esta ronda, el miedo flotaba en el ambiente de la fría noche vitoriana. Respeto excesivo, parsimonia y un duelo que tardó en encenderse. El primero en hacerlo fue Oso, el exmalaguista, que dejó claro desde el inicio que era quien más lo deseaba. Con un potente golpeo de izquierda, imprimió velocidad al juego, tanto a balón parado como en carrera, y sostuvo un interesante duelo defensivo con Carlos Vicente. Sus incorporaciones fueron el principal argumento ofensivo del Sevilla en la primera mitad, aunque el primer aviso serio lo dio el Alavés, con una espectacular volea de Youssef en un córner ensayado que obligó a estirarse a Vlachodimos.
Con el paso de los minutos, el equipo de Almeyda fue ganando metros, sobre todo cargando el juego por la banda de Oso, donde siempre parecía que algo podía ocurrir. Una falta lejanísima probada a puerta, un centro cabeceado por Isaac y varios disparos lejanos —Gudelj, Carmona, Sow tras una notable apertura— reflejaron que el Sevilla tenía más balón y más intención. Pero también evidenciaron su principal carencia: no había último pase, ni desmarque, ni desequilibrio real. Era evidente que ese dominio tibio no iba a sostenerse mucho más. Bastaba con que el Alavés apretara un poco para que el miedo cambiara de bando.
La segunda mitad confirmó todos los presagios. El ritmo siguió siendo bajo, pero ahora los locales jugaban con una marcha más. Por el centro, Joan Jordán y Manu Bueno comenzaron a perder la batalla de forma preocupante. Aleñà avisó en la primera acción con un disparo que rozó Vlachodimos, y el córner posterior fue ya una advertencia seria, con un remate a bocajarro de Protesoni que el meta griego logró salvar. Coudet entendió el momento, retiró a un canterano como Mañas y dio entrada a Lucas Boyé. A partir de ahí, el partido se volcó definitivamente hacia la portería sevillista.
Boyé tardó apenas una décima de segundo en controlar un balón suelto tras otra parada de Vlachodimos a disparo de Vicente. Ese mínimo margen permitió a Carmona bloquear el tiro y retrasar lo inevitable. El Sevilla apenas respondió con algún intento aislado, como un balón al espacio de Peque para Isaac en el minuto 72, demasiado poco para sostener una eliminatoria. A la siguiente acción, la ingenuidad de Castrín quedó expuesta: penalti sobre Boyé tras una acción mal resuelta dentro del área. Carlos Vicente no falló y firmó el 1-0.
Solo entonces Almeyda soltó amarras y buscó una reacción desesperada con las entradas de Alexis Sánchez y Alfon. Pero la eliminatoria llevaba mucho tiempo perdida. No se escapó en ese penalti: se había diluido desde mucho antes, en la falta de ambición, de ritmo y de personalidad. Este Sevilla fue a jugar despacio y cayó despacio, confirmando que su problema ya no es un resultado puntual, sino una identidad que hoy parece extraviada.
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/José Pablo Verdugo



