La transición política en Chile se ha visto marcada por una controversia que trasciende la coyuntura para abordar tensiones profundas sobre la arquitectura del Estado y la naturaleza de los cargos públicos. La ministra de la Mujer y Equidad de Género, Antonia Orellana (FA), cuestionó con severidad el eventual restablecimiento de la figura de la «Primera Dama», una institución eliminada durante el gobierno actual, ante la posibilidad de que María Pía Adriasola, esposa del presidente electo José Antonio Kast, asuma un rol protagónico.
La crítica de Orellana surgió en el marco de dos decisiones del gobierno entrante: la exclusión del Ministerio de la Mujer del comité político y el interés manifestado por Kast de revivir un cargo basado en el parentesco. Sobre lo primero, la secretaria de Estado reconoció que «es una definición que le corresponde a cada gobierno», aunque destacó que la inclusión en su gestión permitió sacar adelante iniciativas con «empuje». Sobre lo segundo, su postura fue categórica: «Lo importante para nosotros como gobierno es que en un Estado moderno no puede la función pública depender de un cargo de parentesco». Este señalamiento pone en evidencia un choque entre concepciones divergentes sobre la modernidad administrativa y el simbolismo político.
La respuesta del diputado y líder republicano Arturo Squella no se hizo esperar, elevando el tono de la disputa hacia una crítica sobre la legitimidad y las formas durante la transición. Squella advirtió que «los ministros salientes tienen que tener cuidado con las declaraciones que hacen», fundamentando su advertencia en la «mayoría histórica de respaldo ciudadano» obtenida por Kast. Según el parlamentario, en los actuales secretarios de Estado existe «una desconexión muy fuerte» con lo construido durante su administración, y perseverar en esa lógica «sólo hace que se dañen más en la relación que tienen con los ciudadanos». Esta réplica traslada la discusión desde el mérito institucional hacia un cuestionamiento de la autoridad moral del gobierno saliente para realizar observaciones.
El conflicto, sin embargo, tiene un trasfondo material más concreto y anterior a estas declaraciones: la polémica en torno al proyecto de reajuste del sector público. Squella acusó al gobierno de incluir en la iniciativa un artículo que «rompe o pone en riesgo las confianzas», al restringir los despidos de funcionarios, particularmente aquellos contratados en los últimos dos años. El diputado calificó la medida como «impresentable» y advirtió que, de ser aprobada, constituiría «una irresponsabilidad que raya en infracciones extremadamente delicadas». Esta dimensión de la pugna revela la tensión inherente a todo proceso de transición: la disputa por el control de la administración pública y los límites de la legítima sucesión en el poder.
En conjunto, este intercambio no es un mero desacuerdo protocolario. Configura un debate de capas múltiples: 1) Simbólica, sobre la pertinencia de cargos no electivos con influencia pública; 2) Institucional, respecto a la autonomía y jerarquía de los ministerios técnicos; y 3) Político-administrativa, en torno a los márgenes de acción de un gobierno saliente frente a uno entrante con un mandato electoral contundente. La forma en que se resuelvan estas tensiones sentará un precedente significativo para la cultura política y la estabilidad institucional en los futuros cambios de administración en Chile.



