La reciente recaptura de Nicolás Andrés Piña Palomera tras más de dos años en condición de prófugo no constituye un hecho delictual aislado. Su aprehensión en las inmediaciones de la Avenida Santa Rosa en Santiago Centro opera como un epílogo crítico y revelador que reactiva el escrutinio sobre una de las aristas más controversiales y conceptualmente problemáticas del primer mandato del presidente Gabriel Boric: su política de justicia transicional selectiva y su temprana apología, desde la tribuna legislativa, de los denominados «presos de la revuelta».

Piña Palomera, ahora condenado en firme por la Corte Suprema a siete años por homicidio frustrado de carabineros y a tres por lanzamiento de artefacto incendiario, es la encarnación tangible de las contradicciones inherentes a aquel activismo. La resolución judicial, de carácter definitivo, describe con crudeza técnica su accionar el 12 de febrero de 2021: protegido por una capa plástica y una máscara antigases, lanzó una bomba incendiaria al interior de un furgón policial con alrededor de diez funcionarios, acción que resultó en lesiones graves para uno de ellos y la destrucción total del vehículo. Este perfil delictual, ahora judicialmente establecido, contrasta de manera estridente con la imagen del «preso político» que, durante su campaña por la liberación de los detenidos del Estallido Social, el entonces diputado Boric optó por visibilizar y legitimar mediante una visita al penal Santiago 1 el 30 de julio de 2021.

Dicha visita, más allá del gesto simbólico, expuso una temprana y cuestionable lectura política del conflicto. Según reportes de la época, tras ser agredido por otro interno, Boric canalizó su encuentro precisamente con Piña Palomera, quien según la publicación Izquierda Diario habría increpado al entonces parlamentario al identificarlo como «la imagen representativa del pacto del 15 de noviembre». Este episodio no fue un mero acto de solidaridad carcelaria; fue la materialización de una narrativa que equiparaba la violencia grave contra agentes del Estado con una lucha legítima, una postura que el propio Boric, ya como Presidente, intentaría traducir en política de Estado a través de los polémicos indultos del 18-O y el perdón de pena a Jorge Mateluna.

La gestión de Boric respecto a Piña Palomera exhibe una inconsistencia jurídico-política digna de análisis. En marzo de 2022, con Boric ya instalado en La Moneda, la Corte de Apelaciones de Santiago –en un fallo dividido y pese a la oposición de la Fiscalía y el Consejo de Defensa del Estado– decretó su libertad. Este resultado se vio facilitado por la abstención del nuevo Ministerio del Interior, que se abstuvo de objetar la medida, en línea con el anunciado retiro de 139 querellas por Ley de Seguridad del Estado. El gobierno argumentó entonces principios de humanización y evitar el abuso de la prisión preventiva. Sin embargo, el desenlace actual –la reincidencia en fuga y la confirmación de su culpabilidad por delitos de extrema violencia– pone en tela de juicio la sabiduría de aquel cambio de criterio y su aplicación acrítica. Se privilegió una óptica ideológica sobre una evaluación integral de peligrosidad y las graves consecuencias de los actos cometidos, subordinando la seguridad pública y la justicia para las víctimas a una agenda de reconciliación mal calibrada.

La fuga y posterior recaptura de Piña Palomera, por lo tanto, trascienden la crónica policial. Son la metáfora de un fantasma que regresa para interpelar la coherencia y el juicio político del primer mandatario. El caso sintetiza el fracaso de una narrativa que, en su afán por construir una épica de la revuelta, minimizó la gravedad de delitos de sangre y confundió la justicia con el indulto, dejando como saldo una profunda herida en la credibilidad de la institución presidencial y una peligrosa lección sobre las consecuencias de instrumentalizar la justicia penal. El compromiso declarado por Boric aquel día en la cárcel –»Seguiremos trabajando por verdad, justicia, reparación y la libertad…»– hoy se lee, a la luz de este desenlace, como una promesa incumplida para la sociedad en su conjunto y, en particular, para los carabineros víctimas de aquella violencia que él, en un acto de significación política, optó por no condenar con la contundencia que su cargo hoy exige.

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