De todos los problemas políticos, económicos y sociales que tiene Chile hoy, la incapacidad del Congreso Nacional de hacer bien sus tareas y legislar de forma adecuada en un tiempo prudente es uno de los más preocupantes. Para poder recuperar la reputación de país serio, razonable y apegado a las reglas que construimos con mucho esfuerzo durante los añorados 30 años, una de las primeras cosas que necesitamos lograr es que el Congreso empiece a hacer su trabajo de forma más profesional y ajustándose a tiempos razonables.

Incluso desde antes del estallido social de 2019, el Congreso Nacional venía dando muestras de que estaba haciendo su tarea legislativa de forma deficiente. La reforma tributaria que pasó en el segundo gobierno de Michelle Bachelet (2014-2018) -que debió ser corregida al poco andar- y las reformas al sistema educacional que introdujeron la gratuidad y terminaron con la selección en los establecimientos educacionales, tenían evidentes falencias en su diseño. Si bien ambas reformas fueron promesas de campaña de Bachelet, el Congreso incumplió su obligación de legislar de forma de evitar que los errores evidentes de diseño que tenían ambos proyectos enviados por Bachelet quedaran estampados en la ley. Hoy, cuando muchos lamentan la crisis por las que atraviesan el Instituto Nacional y otros liceos emblemáticos, no debemos olvidar que la gran mayoría de los expertos advertía que esto iba a pasar si el Congreso aprobaba las reformas que estaba impulsando el gobierno de Bachelet.

Después del estallido social, y especialmente en pandemia, el Congreso alcanzó niveles récord de irresponsabilidad en las legislaciones que aprobó. Desde el pesimamente diseñado proceso constituyente -que por cierto sigue siendo parte de la Constitución Política de la República en forma de decenas de disposiciones transitorias que, por pudor, debieran ser derogadas- hasta los retiros de los fondos de pensiones -que también quedaron en la Constitución como disposiciones transitorias que tampoco han sido derogadas- el Congreso demostró un nivel de irresponsabilidad, cortoplacismo y oportunismo que han sentado un pésimo precedente en el país.

Para aquellos que creen que el comportamiento irresponsable del Congreso se terminó con el fin de la pandemia, los últimos meses han dejado en claro que la irresponsabilidad sigue reinando entre los legisladores. La forma en que el Congreso resolvió -por decirlo de alguna forma- la crisis de la Isapres dejó en claro que el debate con altura de miras, las consideraciones de largo plazo y la responsabilidad fiscal no son patrimonio de esta cohorte de legisladores. En semanas recientes, la demora con la que el gobierno y el Congreso han tramitado la reforma electoral que presumiblemente permitir­á que la elección de gobernadores y alcaldes de octubre de 2024 se realice en dos días es incomprensible. De hecho, la Cámara de Diputados todavía no vota el veto que envió el gobierno. Ya pasó la fecha de inscripción de candidaturas y, a 80 días de las elecciones, todavía no hay ley que determine si votaremos en uno o dos días, si el voto será obligatorio y cuál será la multa por no votar.

Aunque ahí las culpas son compartidas con el Poder Ejecutivo, la incapacidad para ponerse de acuerdo en una reforma de pensiones que permita aumentar la cantidad de dinero que mensualmente entrega cada persona formalmente empleada para su jubilación demuestra, lisa y llanamente, que el Congreso no da el ancho para hacer el trabajo legislativo que la Constitución le encomienda. Aunque los legisladores están entre los chilenos mejor pagados, la desastrosa forma en que hacen su trabajo se ha convertido en uno de los ejemplos más evidentes del deterioro institucional que experimenta Chile y una de las causas más inmediatas del incuestionable desprestigio de la clase política y la élite gobernante.

Para que funcionen la democracia y las instituciones, se necesita que la gente pueda ver que el trabajo de las autoridades resulta en mejoras concretas en la calidad de vida de los chilenos. Lamentablemente, en los últimos años, el trabajo de los legisladores ha sido tan deficiente y mediocre que cuesta identificar momentos en que el país se haya sentido orgulloso por los acuerdos que se lograron en el Congreso. Incluso en momentos que parecieron de grandes acuerdos -como el proceso constituyente- la evidencia posterior nos demostró que los congresistas legislaron muy mal. Si la nueva Constitución iba a ser la nueva casa para todos los chilenos, estos arquitectos y constructores diseñaron una casa que se iba a caer al primer temblor y terminaron construyendo un mamarracho que convirtió a Chile en el hazmerreír en una región que ha batido récords en insensata creatividad constitucional.

Ahora que el gobierno ha anunciado, con poca credibilidad, pero mucha determinación, que aspira a lograr un acuerdo de reforma de pensiones en los próximos meses, existen legítimas dudas sobre la capacidad del Congreso para diseñar una reforma que mejore las pensiones y no que termine siendo un nuevo desastre. A partir del desempeño que ha tenido el Congreso en años recientes, hay más razones para estar pesimistas que optimistas sobre la calidad de la reforma que pudiera ser consensuada en el Congreso Nacional.

Por Patricio Navia, sociólogo, cientista político y académico UDP, para El Líbero

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