Pronto se cumplirán 5 años del llamado estallido social, y ya se inició en los medios de comunicación y en los centros académicos un provechoso debate sobre lo que significó para la vida del país. Por razones de salud de nuestra convivencia, es indispensable que ese debate llegue al fondo del asunto: cómo se gestó el 18/O, qué fuerzas actuaron, qué intereses se movieron para provocar una situación que, objetivamente, llevó a Chile al borde del barranco.

Una cosa es clara: no existe la posibilidad de dejar que pase el tiempo y que, con ello, venga el olvido. De una u otra manera, los episodios traumáticos de la historia se las arreglan siempre para salir a la superficie. Lo sabemos incluso por nuestra tragedia de hace 50 años. Se engañan, pues, quienes creen que lo pasado ya pasó, y que hay que dar vuelta la página.

El 18/O fue el momento de mayor riesgo de catástrofe nacional desde la recuperación de la democracia. La ofensiva de violencia, destrucción y pillaje golpeó al mismo tiempo en múltiples puntos de Santiago y otras ciudades, y tuvo una característica estremecedora: provocar el mayor daño que fuera posible. Fue como si, detrás de todo, hubiera habido una fuerza interesada en empujar al país a una crisis de la que no pudiera recuperarse en mucho tiempo.

El ataque al Metro lo ilustró crudamente. Existe un justificado orgullo de la población por la calidad de las instalaciones y del servicio del ferrocarril metropolitano, y no había sido atacado ni siquiera en los años de las duras protestas contra Pinochet. A ningún manifestante se le pasaba entonces por la mente que, para rechazar la dictadura, había que incendiarlo. Pues bien, el ataque de 2019 no fue ejecutado por manifestantes irritados, sino por “profesionales” que sabían usar productos químicos muy peligrosos. Y estuvo destinado a desarticular la columna vertebral de la capital. Tiene que haber requerido mucha plata y larga preparación.

Suenan a burla los empeños por salvar “la épica” de la devastación de aquellos días, su supuesta inspiración “espiritual”, con lo cual se ha buscado convencernos de que el legítimo deseo de igualdad de mucha gente normal se transmutó, de un momento para otro, en un impulso irrefrenable por saquear, destruir y quemar. Algo así como que, súbitamente, los justos se volvieron enajenados.

Para salvar “el alma” del estallido, se alude a que lo verdaderamente significativo fue la manifestación del 25 de octubre en la plaza Baquedano, la del “millón dos”, como dijo la intendenta de entonces, y en la participaron muchos jóvenes con diversos intereses y reclamos. Fue penoso, ciertamente, que esos jóvenes se hayan cuidado de no condenar la violencia de los días anteriores, lo que contribuyó a crear la impresión de que esa manifestación era parte de una misma eclosión por la justicia, solo que con algunas diferencias de método.

La herencia negra del octubrismo no fueron únicamente los inmensos estragos materiales, sino también el daño moral, expresado en el retroceso del consenso de civilización que es la democracia, la propagación del miedo, los acomodos oportunistas en la TV, el grado cero de degradación de la política, el quiebre del civismo. Además, se hizo evidente la existencia de una izquierda golpista que estaba lista para asaltar el poder. La deslealtad con la democracia se vistió hace 5 años con diversos ropajes.

La Cámara de Diputados ha constituido comisiones investigadoras sobre las más variadas materias, pero no ha sido capaz hasta hoy de constituir una comisión investigadora sobre la génesis del 18/O. Algo hizo respecto de la violación de los DD.HH., que está documentada incluso por organismos internacionales, y que derivó en procesos, condenas y rectificaciones. Pero, la cuestión es saber cómo llegó el país a una situación que nadie imaginaba en septiembre de 2019 que pudiera producirse. ¿Alguien sostiene todavía que todo fue espontáneo, sin planificación y sin coordinación? ¿Alguien sugiere que es mejor no saberlo?

No sabemos si los organismos de inteligencia de la FF.AA. y las instituciones policiales han tratado de llegar a la raíz de lo ocurrido. Sería su deber, naturalmente. El punto central es que el país no puede resignarse a que permanezca en la nebulosa la alevosa agresión a nuestra convivencia en libertad, y cuyo explícito objetivo fue llevar a Chile al caos y derrocar al gobierno constitucional.

Hoy, es más fuerte la hipótesis de la participación extranjera, y ciertamente el apoyo que le prestaron colaboradores nacionales. No fue un detalle que el embajador venezolano abandonara nuestro territorio gritando contra el fascismo. Sabemos ahora mucho más acerca de la clase de régimen que él representaba. El asesinato del teniente Ronald Ojeda en nuestra capital aportó pruebas concluyentes.

Llegados a este punto, hay quienes aconsejan no dejarse llevar por las interpretaciones conspirativas, lo que, en rigor, es un llamado a ignorar los aspectos propiamente políticos del 18/O, al parecer demasiado “vulgares” al lado de la interpretación sociológica. El reduccionismo de la llamada teoría de la conspiración no sirve, por supuesto, para explicar los fenómenos sociales, pero las conspiraciones existen, y no verlas es como negarse a ver las miserias de la política.

Esperemos que, en algún momento, el Congreso Nacional venza los temores, recuerde que representa a la República y apueste por la verdad. Sería una forma de reivindicarse ante el país.

Por Sergio Muñoz Riveros, analista político, para ex-ante.cl

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