Es evidente que el 18 de octubre es una fecha que está envejeciendo muy mal. Pero es un error desconocer el descontento popular y malestar social que se manifestaron visiblemente en esos días. El hecho que una mayoría de los chilenos rechace hoy la violencia asociada al octubrismo y el discurso refundacional que se apoderó del debate público nacional en los meses posteriores al estallido social no debiera llevarnos a olvidar que hubo buenas razones para el descontento. Ahora que ha pasado la fiebre refundacional es preciso hacerse cargo de los problemas que generaron ese descontento.

La enfermedad existió, y sigue existiendo, pero el mal diagnóstico nos hizo ir por un camino equivocado para solucionar el problema. Por eso, ahora debemos tomar el toro por las astas y corregir lo que debe ser corregido para que el modelo social de mercado funcione mejor. Debemos hacer las reformas necesarias para cumplir la promesa de más desarrollo que demostradamente la historia reciente del mundo asocia al modelo capitalista. Hay que responderle a esa mayoría del país cuyo único norte siempre ha sido la tierra prometida de una sociedad que respeta el derecho de propiedad, promueve la libertad y el libre mercado y castiga severamente a los que se coluden, abusan, se corrompen o privilegian el nepotismo, el amiguismo y el tráfico de influencias.

La razón por la que el estallido social está envejeciendo tan mal está en la irresponsable, cortoplacista, voluntarista y equivocada respuesta que dio la clase política y la élite en su conjunto a las demandas ciudadanas por mejores pensiones, por el fin del abuso y por un modelo social de libre mercado que diera igual oportunidades para todos. Precisamente porque la respuesta al descontento popular fue una receta fracasada que nunca funcionó en ningún país comparable al nuestro, es imposible separar el 18 de octubre de la sensación de engaño y frustración. La estrategia de presentar el proceso constituyente como una píldora mágica que vendría a solucionar todos los problemas del país fue la mayor estafa colectiva en la historia reciente de la política chilena.

Aquellos que, aprovechando el descontento social, quisieron llevar agua a su propio molino de la refundación social y económica de Chile se comportaron como los estafadores que venden el mismo fallido remedio para cualquier enfermedad. Cuando los chilenos querían que el modelo de libre mercado funcionara bien y se acabara el abuso, la colusión y la corrupción, los defensores de modelos estatistas fracasados no trepidaron en avanzar su agenda refundacional y sus recetas que han llevado al estancamiento económico en todos los lugares en que han sido implementadas.

Pero el problema en Chile no estuvo sólo en los trasnochados que insisten que un modelo donde el Estado remplace al mercado como motor del desarrollo y del crecimiento. La mala respuesta al estallido social se produjo también por la falta de coraje moral de los que presumiblemente debieron defender el modelo de libre mercado. Cuando se vio arrinconado y presionado a renunciar, el Presidente Sebastián Piñera optó por entregar a la Constitución que juró defender para así salvar su presidencia. Buena parte de la derecha se compró la explicación insensata que, al tirar la Constitución por la borda, se privilegiaba una salida institucional. Alegando que salvar a un Presidente era más importante que defender la Constitución, buena parte de la derecha política se convirtió en cómplice de la ignominiosa respuesta que inició un proceso constituyente que llevó a Chile al borde del abismo.

Si bien todos debemos celebrar que una amplia mayoría de los chilenos rechazara, en septiembre de 2022, la insensata e inviable propuesta constitucional de la primera Convención, Chile nunca debió haber quedado en una posición tan vulnerable como la que teníamos antes de esa providencial sabia votación popular.

Igual que el recuerdo de una cirugía por un diagnóstico equivocado que estuvo a punto de matar al paciente, el recuerdo del 18 de octubre y los cuatro años que siguieron es una pesadilla que nos obliga a revivir el trauma que vivimos como país durante el proceso constituyente.

Pero no debiéramos olvidar que las causas del descontento social siguen latentes. Las situaciones de colusión empresarial y abuso a los consumidores se siguen produciendo y muchas no son debidamente castigadas. La corrupción y el mal uso de los recursos públicos sigue siendo orden del día. Sobra la evidencia de amiguismo, nepotismo, que la cancha no es pareja y que los amigos de los poderosos tienen privilegios que le son negados a aquellos que, teniendo mérito, no tienen los apellidos correctos. Si queremos aterrizar el problema en algo sumamente concreto, todavía no se aprueba una reforma de pensiones que urgentemente se precisa aprobar.

La memoria del estallido social ha envejecido mal. Para muchos, lo que fue un sueño se ha convertido en pesadilla. Aunque queramos olvidarnos de la violencia, la irresponsabilidad y la barbarie que reinó en las semanas y meses posteriores, no podemos olvidar que hay razones de fondo que causaron el descontento y la molestia que siguen latentes y de las que debemos hacernos cargo si queremos lograr un modelo capitalista que genere desarrollo y funcione mejor para todos.

Por Patricio Navia, sociólogo, cientista político y académico UDP, para El Líbero

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