Chile vive un momento particularmente grave de su vida republicana. Desde un tiempo a esta parte el pesimismo se entroniza, existe la sensación de haber perdido importantes lugares en el camino del desarrollo, el país se ha equivocado de ruta y parece existir la convicción de que las cosas van por mal camino. Dos cosas nos pueden dar luces al respecto.
La primera es la revolución de octubre de 2019, que inició un proceso que, en su momento, contó con gran adhesión a pesar de la violencia utilizada, generó expectativas desmedidas y supuso que una nueva constitución permitiría superar numerosos males y hacer un mejor país. Tras unos tres años y un proceso constituyente inédito en la historia nacional, la revolución constituyente fue rechazada popularmente en el plebiscito del 4 de septiembre de 2022. El segundo proceso –curioso, difícil de explicar– tuvo otra lógica pero similar resultado. Cinco años después Chile está peor socialmente, la ilusión constituyente chocó con la realidad y ha habido un saldo económico y social tremendo, provocado en buena medida por el estallido. En otras áreas el diagnóstico se confirma. La educación no repunta, e incluso hay mayor deserción escolar y malos resultados en la enseñanza gratuita; las familias viviendo en campamentos se han multiplicado; las oportunidades laborales han disminuido y diversos datos muestran que la delincuencia está desatada, al punto que la sociedad ha ido normalizando tener más de 100 asesinatos al mes, que se suman a otros tantos índices negativos. Pero eso no es todo.
Un segundo problema importante es la descomposición institucional de Chile. Es verdad que octubre ha sido un mes especial, que estaba destinado a ser un momento de celebraciones democráticas en las elecciones múltiples de alcaldes, concejales, gobernadores y consejeros regionales. Sin duda, se trata de una excelente oportunidad para que los chilenos se manifiesten, definan quién quiere que lidere la comuna o región, otorgar su confianza a un partido u otro (y ciertamente a muchos independientes), al gobierno o a la oposición. Pero las cosas han ido por otro lado, y octubre ha sido un mes que ha puesto nuevamente el problema institucional en primera página, mientras las elecciones transcurren en medio del hastío o indiferencia de la población.
En menos de dos semanas se han producido acusaciones constitucionales, contra la ministra del Interior (la que fue rechazada) y tres miembros de la Corte Suprema (dos aprobadas y una rechazada). Esto implicó una crítica del Presidente de la República al Congreso Nacional que ejerció sus atribuciones, pero de una forma que no gustaba al gobernante. Adicionalmente, la Corte Suprema castigó por unanimidad a una de sus ministras. Para terminar una quincena impresionante, el subsecretario del Interior ha abandonado su cargo, después de ser acusado de violación, con explicaciones incluso del Presidente de la República –en una larga y confusa conferencia de prensa– que dejan más dudas que certezas y con un tema que seguramente seguirá en la discusión pública durante algún tiempo.
Por cierto, no es lo único. En otros ámbitos la situación no es mejor. Uno de los casos emblemáticos de la descomposición institucional es el problema de la permisología. La cuestión no está sencillamente en la promoción de la inversión y su importancia para la creación de empleos, sino en la ausencia de cumplimiento de los propios plazos y normas y la incapacidad de superar la burocracia. Sabemos que la permisología está enquistada en Chile: los trámites sujetos a evaluación ambiental superan los plazos legales en ocho de cada diez permisos, en todas las regiones del país (según el Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental, SIES). En ocasiones, como ha dicho Álvaro Merino (Director Ejecutivo del Núcleo Minero), “la opinión del nivel central difiere respecto de la región frente a un mismo tema”, lo cual lleva las cosas “a fojas cero” (ver El Mercurio, Cuerpo B, Economía y Negocios, sábado 19 de octubre de 2024).
Y si ya se han cumplido los plazos, ¿cuál es la sanción? ¿cómo se protege a las personas, la inversión y la creación de riqueza? En otras palabras, el Estado ha crecido de una manera gigantesca en las últimas décadas, ha puesto más trabas al progreso, pero no hay responsabilidades ni consecuencias. Se trata, simplemente, de una noticia, que no tiene efectos prácticos, como la autorización inmediata, la pérdida del cargo de quienes lideran las instituciones respectivas o alguna decisión que permita cambiar el curso de las cosas. Si a esto agregamos la clara ineficacia de los servicios públicos estatales en la prestación de bienes fundamentales para la población, como muestran las largas filas de espera en salud, podemos constatar un serio problema de dirección de la administración del Estado. Esto por supuesto, genera un malestar, pues el Estado parece más preocupado de los burócratas y no de todas las personas de la comunidad nacional.
No es primera vez en la historia que Chile sufre situaciones análogas. Algo de esto se pudo observar a comienzos del siglo XX, cuando Enrique Mac Iver denunció “la crisis moral de la República”, se instaló la crítica social y nacionalista del Centenario y el sistema político se arrastró como sonámbulo hacia su propia destrucción. Sin duda exagera Vicente Huidobro en su Balance Patriótico (1925) cuando afirma que “la Justicia de Chile haría reír, si no hiciera llorar”; cuando denuncia a los políticos chilenos por su inercia, poltronería o mediocridad; también por su acusación al gobierno comunal, donde “a veces poco ha faltado para que un municipal en la noche se llevara la puerta de la Municipalidad”. A juicio del poeta, el problema no era de las instituciones, sino que faltaba “el hombre”, “el alma”, que pusiera en marcha las energías del pueblo, ya suficientemente sufrido.
Por cierto, la historia es distinta, pero la rima es la misma. Es necesario tener un diagnóstico claro, aunque ya existan muchos análisis y estudios. Es preciso hacer las reformas institucionales de manera urgente, pero inteligente y con un estudio adecuado. Urge comprender que los procesos de descomposición institucional son lentos, pero llega el momento en que son visibles a la distancia, incluso desde fuera del país. Lo que podría ocurrir es entrar en una vorágine de acusaciones cruzadas, pero eso seguramente terminaría por mantener la indiferencia, indolencia y pasividad frente a la situación de Chile.
El país requiere un camino claro, liderazgos sólidos y con carácter, algunas reformas y voluntad de victoria. Se necesita también observar la realidad con los ojos muy abiertos y con la certeza de que las excusas llevan a un mal camino. Una de las complejidades frente a esta realidad es que resulta muy difícil hacer cambios relevantes con los mismos actores. Además, existen demasiados intereses comprometidos y una notoria comodidad en los cargos, privilegios y costumbres. Todo ello hace más difícil, pero no imposible, dar vuelta el partido y superar esta hora de confusiones.
Quizá exageró Huidobro, es verdad, pero vale la pena reproducir una de sus reflexiones: “Decir la verdad significa amar a su pueblo y creer que puede levantársele y yo adoro a Chile, amo a mi patria desesperadamente, como se ama a una madre que agoniza”. Así es, quizá exagera, pero es necesario tener en cuenta que sin amor no hay cambio, sin pasión no hay futuro, sin trabajo no hay grandeza. Por lo mismo, sin convicciones quizá resulte mejor bajar la cortina y esperar la triste hora de una nueva derrota. Pero eso no puede ser, en realidad no debe ser. La demora en las soluciones solo ilustra lo señalado al comienzo: Chile vive un momento particularmente grave de su vida republicana.
Por Alejandro San Francisco, investigador senior, Instituto Res Publica; Académico Facultad de Derecho P. Universidad Católica de Chile, para El Líbero
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