Una fuerte sensación me acompaña en los últimos tiempos. Se expresa más o menos así: ¡qué país tan resistente tenemos! Es la conclusión que se impone después de todo lo ocurrido en los últimos 4 años, período en el que se acumularon las calamidades como consecuencia de un proceso de degradación de la política que lo puso todo en peligro.
En octubre de 2019, una oscura coalición de fuerzas político/delictuales atacó nuestra convivencia de un modo que no conocíamos, y provocó daños que hicieron temer una catástrofe mayor, o sea, la anarquía, la dislocación institucional, el hundimiento de la economía, la caída del gobierno constitucional y la desarticulación del Estado de Derecho.
¿Cómo pudo ser que Chile, que había progresado en todos los ámbitos en los 30 años anteriores, se enfrentara de un momento para otro a esa perspectiva desoladora? La raíz de ello, insisto, fue política, no “social”, como daba a entender el relato justificatorio que se extendió en aquellos días. No faltaban los problemas, pero en septiembre de 2019 Chile no estaba en crisis, ni económica, ni social ni constitucional. Fueron los cálculos de poder –demostrar que la derecha no debía ni podía gobernar-, los que buscaron empujarlo a una crisis integral.
Se comprobó que, en condiciones democráticas, puede haber sectores que, desde dentro de las instituciones, desprecien el interés colectivo y actúen contra la legalidad democrática. En realidad, no creen en la democracia; creen en el poder y en la posibilidad de capturarlo a cualquier precio. Llegado el momento, no se hacen problemas para validar la violencia. Fue exactamente lo que ocurrió en nuestro país a partir de la revuelta.
Hubo entonces partidos que alentaron tendencias antisociales y antidemocráticas que después no fueron capaces de controlar. Y vimos cuántas miserias pueden emerger cuando las normas de convivencia desaparecen, cuando la ley ya no vale, cuando la policía no controla el espacio público, cuando la sociedad se asoma, literalmente, al lugar sin límites.
Para llevarnos a la ruina, confluyeron el extremismo político y el mundo de la delincuencia. Hubo negocios comunes entre las tribus anarquistas y ultraizquierdistas por un lado y las bandas del narcotráfico por el otro. Corrió mucho dinero en esos días para incentivar a quienes no debían detenerse ni ante las iglesias.
En algún momento, tendremos que conocer toda la verdad, pero una cosa ya es clara. La revuelta requirió planificación, coordinación y muchos recursos. A los cabecillas, la violencia seca, sola, desnuda, no les servía. Necesitaban “arropar” el vandalismo, construir una especie de escudo humano que integrara a jóvenes que estuvieran enojados por algo, frustrados por lo que fuera, listos para culpar a la sociedad por sus carencias. Tal sentimiento de reclamo ilimitado arrastró a la calle a muchos jóvenes que se ilusionaron con la idea de que iba a surgir una sociedad mejor.
La violencia provocó mucho miedo. Vimos cuán intenso puede ser su impacto en tiempos de tormenta. O sea, el miedo como factor de retroceso cívico, de insolidaridad, de autocensura, de desconfianza extrema. El miedo como acomodo instintivo, y ciertamente, como base del oportunismo político. No pocos parlamentarios, periodistas y académicos se esforzaron por no despertar sospechas de los iracundos, por demostrarles que estaban de su lado y probarles que no eran “fachos”.
En aquellos días, consideré la posibilidad de que hubiera participación extranjera en nuestras desgracias, específicamente venezolana y cubana. Hoy, estoy convencido de ello. Y convencido también de que operó una quintacolumna, que cooperó en las acciones más audaces y destructivas. ¿Cuál pudo ser el detonante? Las dictaduras chavista y castrista no perdonaron el temerario gesto del presidente Duque de Colombia y Piñera de Chile de haber apoyado a las fuerzas democráticas venezolanas en la propia frontera de Venezuela, en febrero de 2019.
Creo, después de escuchar a especialistas, que el ataque al Metro no fue ejecutado por gente cualquiera, sino por expertos en operaciones de sabotaje, y con un inequívoco objetivo: desarticular la columna vertebral de la capital. Hasta hoy, el Congreso no se ha atrevido a crear una comisión investigadora que vaya al fondo de lo ocurrido, probablemente porque quedarían al desnudo muchas flaquezas y complicidades.
Se demostró que la violencia “funcionaba” como instrumento de coacción política. Así, se instaló una forma de chantaje sobre la sociedad. Por eso, fue una desgracia que tantas personas aceptaran el relato biempensante de que la violencia se explicaba por la desigualdad. Era un modo de validar la noción de que el fin justifica los medios. Y sucede que, como dijo Albert Camus, es precisamente al revés: son los medios los que justifican el fin.
Fueron demasiadas las veleidades respecto de un asunto que define la posibilidad de vivir civilizadamente. El descontento social no puede servir de excusa para la violencia, porque eso es, simplemente, la selva. Esa es la frontera que no puede traspasarse sino al precio de socavar la democracia y, finalmente, terminar con ella.
Gonzalo Blumel, que asumió como ministro del Interior el 28 de octubre de 2019, en plena revuelta, y que publicará en estos días un libro sobre su experiencia, dijo en una entrevista que una parte de la izquierda buscó derrocar al gobierno. En realidad, no cuesta probarlo. La pregunta inevitable es qué hizo el resto de la izquierda y la centroizquierda. Observó con interés.
Se ha presentado el acuerdo del 15 de noviembre de 2019 como el momento en que la crisis provocada por la revuelta se encauzó institucionalmente. No hay evidencias de ello. En un contexto de barbarie en las calles, incluso con ataques a unidades militares, los negociadores, casi todos parlamentarios, decidieron abrir las compuertas al cuestionamiento de las bases de la institucionalidad, o sea, poner la Constitución entre paréntesis y aceptar la idea de remodelar el país de pies a cabeza. El Congreso validó enseguida esa opción que no midió consecuencias.
El acuerdo fue solo un breve respiro. Pronto volvieron los desmanes, y vino además la primera acusación constitucional contra el presidente Piñera que fue votada a favor por los mismos partidos opositores que habían firmado el supuesto acuerdo de paz. Si no hubiera sido porque 8 diputados opositores se apartaron de esa línea, las consecuencias pudieron ser muy graves.
El 27 de diciembre de 2019 fue atacada con bombas incendiarias esta sede de la Universidad San Sebastián, la que sufrió serios daños. Ese día, se vio entrabada la acción de los bomberos porque había disturbios en plaza Italia y el puente Pío Nono estaba bloqueado por las fuerzas policiales. Celebro que mi libro vea la luz precisamente aquí, en una universidad resistente, tal como el país.
¿Qué resultó del acuerdo del 15 de noviembre? La Convención, pues. Fueron los senadores y diputados de todos los partidos los que armaron esa Convención, con sistema electoral ad hoc. No hace falta agregar cuán cerca del abismo volvió a estar el país.
A comienzos de julio de 2023, el exdirector general de Carabineros, Mario Rozas, contó en una entrevista el alto costo pagado por la institución del 18/O en adelante, cuando se convirtió en el objetivo principal de los grupos más agresivos: muchos cuarteles policiales fueron atacados y muchos funcionarios resultaron gravemente lesionados. Rozas recordó que el palacio de La Moneda estuvo a punto de ser asaltado, y proclamó con orgullo que gracias a Carabineros se había salvado el Estado de Derecho. Le sobraban razones para afirmarlo.
El 4 de septiembre de 2022 ya se ganó un lugar en la historia. Chile reaccionó contra la estrategia de quienes veían en la cuestión constitucional solo una excusa para ganar poder. Fue el comienzo de la regeneración de los valores democráticos y la renovación del compromiso con la integridad de la nación.
Está en marcha un segundo proceso constituyente que, pese al trabajo previo de una comisión de expertos, no ha conseguido crear todavía una corriente de confianza en la población. Esperemos que el Consejo elegido apruebe un texto equilibrado, que concite la adhesión de la mayoría en el nuevo plebiscito. Si eso no ocurre, el país no será tragado por el océano, por supuesto. Seguirá funcionando de acuerdo a las normas vigentes, y el Congreso podrá encauzar el debate sobre las reformas que sean aconsejables. No puede haber equívocos. La actual Constitución está vigente y nos obliga a todos.
Van quedando algunas lecciones de lo vivido. La primera es que la democracia nunca está asegurada, porque depende de que tenga defensores consecuentes. Es indispensable erradicar la violencia como método político, El país necesita reforzar la estabilidad y la gobernabilidad, y eso exige garantizar el monopolio de la fuerza por parte del Estado, desarticular a los grupos armados en el sur y asegurar el imperio de la ley en todo el territorio.
A la luz del escándalo de las fundaciones captadoras de platas del Estado, se acrecienta la necesidad de fortalecer la decencia en la actividad política y la probidad en los cargos públicos. El Estado no puede ser el botín del gobierno de turno. Hay que defender los recursos del país y castigar a quienes traicionan la fe pública.
País resistente, decíamos. Vulnerable, por supuesto, pero resistente. Chile no se dejó refundar como pretendían quienes avalaron el proyecto de Constitución rechazado el 4 de septiembre pasado. Se ha vigorizado el sentido de ciudadanía, que nos iguala a todos por encima de la raza, el sexo o cualquier otra condición. Se ha reforzado la convicción de que somos una sola nación, que integra etnias, culturas y tradiciones, y se ha reforzado también la conciencia de que la democracia, junto con reconocer la diversidad, debe alentar la integración y la cooperación.
Asunto crucial es mejorar la calidad de la política. Se necesita, entre otras cosas, una profunda renovación del Congreso. De ello depende que los ciudadanos sientan que tiene sentido sufragar. Pero, hay que ir más lejos. Si de cambios se trata, el más exigente es, ciertamente, la modernización del Estado.
¿Qué decir sobre el actual gobierno? Bueno, como dijimos, tenemos un país resistente.
Esperemos que el Presidente y sus colaboradores actúen con estricto sentido de las proporciones. Que sostengan la legalidad. Que no intenten usar la conmemoración de los 50 años para revivir las antiguas divisiones y los antiguos odios. Que alienten en lo posible el crecimiento económico y la creación de empleos. En fin, que sean realistas.
¿Qué le espera a Chile? No somos espectadores, sino actores. Lo que venga depende también de lo que hagamos o dejemos de hacer. Lo primero es sostener la vida en libertad. Eso significa convivir en la diversidad. Reconocernos como ciudadanos. Revindicar la razón y la necesidad de entendimiento en las cosas esenciales. Mejorar la vida, y sabemos que eso exige artesanía y paciencia, cambios graduales, generar condiciones para que la sociedad despliegue su capacidad creativa.
Chile puede superar esta etapa de confusión e incertidumbre. Tiene fortalezas que le permitieron superar duras pruebas en estos años, y que pueden ser la base de un nuevo impulso de progreso. Podemos salir adelante. Tenemos que unir fuerzas para ello.
*Palabras en la presentación del libro “La Democracia Bajo Asedio”.
Por Sergio Muñoz Riveros para ex-ante.cl
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