No hay duda de que la tarea de mayor carga simbólica que el Presidente Gabriel Boric concibió para su gobierno ha sido la conmemoración del 50 aniversario del derrocamiento de Salvador Allende.
Desde la noche del triunfo electoral en diciembre de 2021 y, en particular, desde el inicio de su administración, en marzo de 2022, Boric cultiva la imagen del ex Mandatario y se erige a sí mismo, es al menos mi impresión, como el heredero y continuador de la gestión y del legado de Allende. Desde la cuidadosa inclusión de frases del ex Mandatario en sus discursos hasta el empleo de ciertos gestos y el uso de espejuelos semejantes a los que se volvieron característicos del socialista -varias dioptrías, marcos negros y gruesos-, Boric se esmera en proyectar una suerte de continuidad en la imagen, el estilo y el mensaje de Allende.
No nos debe sorprender por cuanto las izquierdas a nivel mundial carecen como nunca antes de referentes y símbolos con respecto a su identidad, misión y destino final.
El desplome en 1989 del socialismo real, el tránsito de China y Vietnam a la economía de mercado, la peligrosa y agresiva deriva autoritaria de Rusia bajo Putin, la agonía de la dictadura castrista (64 años sin elecciones libres y en manos de la misma familia), y la pésima reputación de los regímenes de Venezuela y Nicaragua han dejado sin fuentes inspiradoras a comunistas y fuerzas afines a nivel mundial. La socialdemocracia, por su parte, afronta también una fase compleja pues sus modelos de bienestar hallan dificultades insolubles para financiar sus generosas prestaciones sociales.
Y la neo izquierda, por otra parte, dilapidó vertiginosamente la seducción que ejerció durante un período fugaz, como lo demuestran las experiencias de Unidas Podemos en España y la de Syriza en Grecia, por mencionar dos, y ya comienzan a percibir una incipiente resistencia mundial contra su feroz cultura de la cancelación y la radicalización de las políticas identitarias.
Si bien, para ser objetivos, corresponde reconocer que nadie, tampoco los liberales ni conservadores, se salva hoy de la sequía de referentes o modelos esenciales cuando Occidente está siendo desafiado por el modelo de partido único con economía de mercado de China, también debemos señalar que ningún otro sector político otorga tanta importancia a los ámbitos de lo simbólico, lo emotivo y lo épico como las izquierdas. Es materia consabida: mientras la derecha tiende a centrarse en estadísticas y planes con fecha, la izquierda prefiere priorizar el relato y los sueños.
Tal vez por no haber vivido la traumática experiencia de la Unidad Popular ni los años sesenta, cuando el MIR y el Partido Socialista abrazaron la vía armada para imponer el socialismo en Chile, a Boric lo deslumbraron la figura de Allende, el programa de la UP y el suicidio del Mandatario en La Moneda, y supo convertir aquello en una atractiva vertiente inspiradora, en un relato magno, una tradición prístina y un legado radiante para él y el Frente Amplio, y dotó de historia y espesor simbólico a partidos sin historia ni símbolos y con intenso aroma a bisoñas luchas estudiantiles.
La elección fue acertada por cuanto Allende, que murió en La Moneda rodeado sólo de amigos y escoltas, y que -como lo recuerda Daniel Mansuy en su bien documentado libro sobre el ex Presidente- no menciona en su último discurso a ningún partido de la UP, ha sido hasta hace poco un símbolo sin dueño o tal vez con demasiados dueños que si bien lo incorporaban en sus entrevistas como retrato a sus espaldas, desde los ochenta no lo reivindicaron con el vigor y la claridad con la que lo hizo Boric.
Sin embargo, en las izquierdas de América Latina y Europa y en las instituciones globales, Allende goza de gran admiración. Se lo ve como un inspirador, un seguidor de Federico Engels y Antonio Gramsci, en alguna medida como un euro-comunista avant-la-lettre, que intentó demostrar que la vía electoral para instaurar el socialismo era posible, lo que para cualquier marxista-leninista era y es ingenuidad pura, como lo muestran textos de la época del MIR y el Partido Socialista chileno.
Tengo la impresión de que desde que Boric aspiró a La Moneda y, más aún, desde que llegó a ella, sintió que era imprescindible conmemorar los 50 años en grande como un ejercicio de la memoria nacional, como la recuperación del legado de Allende, como un acto de justicia hacia él y como una forma de aglutinar el apoyo de una izquierda perenne, que explica en alguna medida el apoyo de 27 a 30% que conserva pese a su deficiente gestión gubernamental. Por ello, los 50 años del 11 de setiembre debían convertirse en un trampolín para que Allende deslumbrara aún más e inspirara aún más a las izquierdas pero bajo la conducción de Boric, el Presidente más allendista que conocemos.
Sí, bajo la batuta del Boric, de su popularidad primigenia, la del joven que iba a disputar el liderazgo regional, del rock star de los primeros meses que saludaba al pueblo con gestos allendistas y también de monje budista, que descendía de las suburbans a fundirse en emocionado abrazo con el pueblo, de la esperanza que “lo va a cambiar todo”, que restauraría la imagen de Allende y lo colocaría en el sitial que se merecía más allá de su monumento en la Plaza de la Constitución.
Como a menudo ocurre y Hölderlin precisa, “el hombre es un Dios cuando sueña, y un mendigo cuando reflexiona”, las circunstancias no se dieron como lo imaginó Boric al concebir esa conmemoración: En medio de un respaldo ciudadano minoritario, un gobierno dividido, una crisis de seguridad agobiante y el terremoto ético que remece a su administración, en septiembre no será Boric quien impulse y bruña la imagen de Allende -que en su mandato tuvo más apoyo que Boric hoy-, sino más bien Allende quien puede convertirse en el salvavidas del actual Presidente y brindar algún lustre a su imagen. Parafraseando a José Martí (“La patria es altar y no pedestal”), podríamos decir que Allende no devendrá un altar sino el pedestal que tal vez permita a la actual administración asomar la cabeza por encima de las fétidas aguas que hoy le llegan al cuello.
Por todo esto, Boric debe ser especialmente cuidadoso con la conmemoración y considerar también las circunstancias que enfrenta, la visión que los chilenos tienen del país de hace medio siglo y las preocupaciones que hoy nos abruman. Su entorno socialdemócrata debería hacerle ver que no le conviene ni a él ni al país seguir polarizando a los ciudadanos con la apología y la idealización de un Mandatario que si bien enfervoriza a una minoría, critica la mayoría.
Boric debería estar consciente de la gran oportunidad histórica que hoy se le brinda: poder saltar sobre su propia sombra y transmitir un mensaje de unidad nacional que desbroce un camino largo, arduo y pedregoso, pero seguro, hacia ese horizonte que es toda unidad nacional. Intentar establecer una historia oficial, pretender definir desde La Moneda qué es verdad y qué “desinformación” en política, entregar la conducción de la conmemoración a fuerzas con agenda partidista y no ciudadana, nada de eso ayuda a Boric ni a Chile. Y menos ayuda esto en medio del escándalo de “las fundaciones”, cuando en La Moneda deberían retumbar más claras que nunca las palabras de Allende: en nuestro gobierno “se podrán meter las patas, pero jamás las manos”.
Seguir divulgando la visión apologética del socialista es apartarse de la historia y constituye un grueso error. Que quien insista en difundir una visión sesgada del pasado sea precisamente un Mandatario cuyo gobierno se ve sacudido además por un escándalo de falta de probidad insólito en el Chile democrático puede terminar convirtiendo por contagio la onerosa conmemoración oficial que incluye escenarios, exhibiciones, performances artísticas y actos políticos en Chile y el extranjero en la segunda muerte de Salvador Allende en La Moneda.
Por Roberto Ampuero, Escritor, excanciller, ex ministro de Cultura y ex embajador de Chile en España y México. Profesor Visitante de la Universidad Finis Terrae, para El Líbero
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