El senador del PD Daniel Núñez, luego de la elección de la mesa del Senado, expresó que era necesario que la ciudadanía se manifestara y ejerciera presión social. Esas declaraciones fueron secundadas por Diego Vela, presidente de RD. El senador Latorre, por su parte, agregó que, dado que eran minoría política, debía disputar lo que llamó «la mayoría social».

En suma, lo que esos actores políticos sostienen es que el proceso democrático —la agregación de votos mediante elecciones y el diálogo entre las fuerzas resultantes— no debe tener la última palabra, puesto que, en su opinión, si se es minoría desde el punto de vista de los votos, se puede ser mayoría de otra forma, mediante la capacidad de movilizar a la sociedad o a parte de ella.

¿Qué decir de todo eso?

Lo primero que llama la atención es que esas declaraciones llaman a hacer política desde fuera de las instituciones. Ahora bien, como en una democracia liberal la política se define, en términos generales, por los medios institucionales empleados, no cabe duda de que la presión social que aspira a sustituir al resultado de las instituciones (en otras palabras, que aspira a torcer la voluntad de la mayoría política mediante lo que se ha llamado mayoría social) no es genuinamente democrática.

Por supuesto, una democracia liberal permite, y alienta, que las personas y los grupos se expresen y manifiesten sus intereses y puntos de vista; pero ello a condición de que no aspiren a sustituir el resultado del proceso democrático, que no pretendan obtener mediante la movilización social de intereses lo que no lograron en las urnas mediante el voto. Una democracia —nunca se insistirá demasiado en ello— admite la prosecución de cualquier fin, pero a condición de que se empleen medios legítimos, el principal de los cuales es el uso de los procesos eleccionarios como el test final a la hora de averiguar la voluntad del soberano.

Y eso es lo que esas declaraciones parecen desconocer de manera explícita.

Ese tipo de iniciativas, de prosperar, dañan los aspectos más notorios de la democracia, en especial, la agregación de voluntades mediante el voto y el diálogo sin presiones coactivas. Dañan la agregación de preferencias porque sustituyen la regla según la cual “cada uno cuenta como uno y nadie más que uno” por la protesta agregada de masas y perjudican, al menos a primera vista, la deliberación, porque no se comprometen en un proceso de diálogo racional en el que se apela a valores públicos, sino que prefieren echar mano a diversas formas simbólicas y dramáticas de presión, en los que un conjunto de valores finales expuestos de manera simplista (no al lucro, sí a la educación pública, no a la educación de mercado) intentan imponerse.

Todo esto se explica porque hay quienes —el PC es un buen ejemplo, pero parece que hay que sumar ahora a RD— emplean, a veces sin advertirlo, dos conceptos distintos de democracia.

Uno, la democracia como una forma de gobierno consistente en que adopta las decisiones quien obtiene la mayoría en un proceso eleccionario formal; el otro, la democracia entendida como la voluntad fáctica o de hecho de grupos movilizados. Como es obvio, esos dos sentidos no coinciden: una cosa es ganar en las urnas, otra tener la capacidad de expresar intereses en la calle. La democracia liberal —sobra decirlo— afirma que quien gana en las urnas debe predominar sobre quien lo hace en la calle.

¿A qué se debe entonces esta transgresión tan obvia del juego institucional?

Es fácil explicarlo.

Cuando se pierde en el juego democrático en el primer sentido, en el de los votos (como les ha ocurrido al PC y al FA), se echa mano al segundo, al de la calle, arguyendo que se trata simplemente de profundizar la democracia. Es esta una argucia puramente retórica, una trampa verbal que transforma en democrática cualquier conducta, incluso la que aspira a torcer la voluntad del electorado manifestada en las urnas no mediante razones o mediante los votos, sino mediante la capacidad de agitar y movilizar a grupos insatisfechos, a los que, mediante la propaganda, se transforma momentáneamente en masas: no en sujetos que se expresan, sino en grupos a los que se agita y moviliza sin dejarles espacio para ningún discernimiento.

Por eso, esas declaraciones deben ser rechazadas, porque son ni más ni menos que una desvalorización de las instituciones.

Por Carlos Peña, rector UDP, para El Mercurio

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