En una entrevista a Diario Financiero Luis Silva, el consejero constitucional más votado en la elección del 7 de mayo, expresó: «¿Por qué cresta siendo mayoría tenemos que llegar acuerdos con la minoría? Que ellos, la izquierda, se lo ganen. Aquí es problema de ellos no de nosotros; no quiero pasar máquina, pero la apertura al acuerdo es de quien está en minoría”. Horas después utilizó Twitter para arrepentirse de lo expresado y afirmar la voluntad de no repetir errores del anterior proceso al no incorporar a voces minoritarias.

Ello, más otras declaraciones del líder de su partido, plantea el problema de los límites para lograr un acuerdo constitucional entre la mayoría de derecha y la minoría de izquierda. O, dicho de otro modo, cuánto debe ceder la fuerza ganadora para incluir a quien resultó perdedora. La premisa subyacente en esta discusión es que la Constitución debe ser representativa de todos los chilenos, o del mayor número posible, porque la esencia de una República radica en la capacidad de representar y proteger los intereses de todas las partes, incluyendo a la minoría.

Libertad y tolerancia van juntas, ser liberal en definitiva es ser tolerante. Reconocer el valor de cada individuo y aceptar las diferencias de ideas, creencias y valores son el primer paso para construir sociedades abiertas y democráticas. Sin embargo, no todo es aceptable. Como dice Popper en La Sociedad Abierta y sus Enemigos “la tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia… Tenemos por tanto que reclamar, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar la intolerancia”. En términos prácticos, el límite está en la violencia; mientras las ideas u opiniones intolerantes puedan contrarrestarse a través de herramientas discursivas o educativas -los argumentos racionales- no deberían ser censuradas. La coacción y la violencia, sin embargo, son el límite de la tolerancia. Por ello, el primer límite para aceptar la participación de las minorías es que dejen de lado toda violencia como han hecho en el pasado, para lograr los objetivos que en las urnas no alcanzan.

En esta línea, parecería lógico pensar en un acuerdo constitucional en el que exista lugar para los dos diagnósticos y las dos visiones de país en puja hoy -la idea del progreso a través de la creación de nueva riqueza o la idea del progreso mediante la redistribución compulsiva de lo creado- de acuerdo a las mayorías legislativas que se pudieran dar en el tiempo. Si existe una visión que excluya a otra, contrariamente, ella no debería tener cabida en el texto constitucional.

Viene a cuento, así, la discusión que estas semanas ha sucedido en torno al borde que establece “el estado social y democrático de derecho en Chile”.

¿Estado de Derecho o Estado Social de Derecho?

En las sociedades primitivas había muy pocas normas, y las pocas que existían emanaban del uso de la fuerza. El más fuerte, el mejor armado, el más poderoso o el que más miedo infundía era el que imponía sus reglas, que dependían exclusivamente de su voluntad. Los derechos de los más débiles ni existían ni eran reconocidos. El modelo social estaba basado en dos conceptos muy básicos, el miedo y la sumisión. Con el paso de los siglos, los grupos humanos fueron perfeccionando sus formas de convivencia, apareciendo en ellos incipientes hábitos y luego normas, orales primero y escritas después. Desde la primera compilación de normas conocida, el Código de Hammurabi de 1715 ac -conjunto de leyes basado en la ley del talión pero con una aplicación incipiente del principio de presunción de inocencia y del derecho del acusado a aportar pruebas- hasta la Carta Magna de 1215 para limitar el poder de Juan Sin Tierra, y la Declaración de Independencia de los Estados Unidos en 1776 que sienta los cimientos de lo que hoy conocemos como Estado de Derecho, pasaron siglos e ingentes esfuerzos. El ilustre jurista español Elías Díaz escribió en su obra Estado de Derecho y Sociedad Democrática que “no todo Estado es Estado de Derecho”, porque puede existir un Estado, puede haber un Derecho, pero el verdadero Estado de Derecho va más allá. Y detalló cuáles eran sus cuatro características: imperio de la ley, división de poderes, sujeción de la administración a la ley y al control judicial, y derechos y libertades fundamentales para los ciudadanos.

El Estado de Derecho es, entonces, una creación intelectual cuya esencia es proteger al ciudadano del mismo poder que dicta las leyes, evitando sus posibles abusos. Bajo su órbita, puede existir un Estado que brinde servicios sociales universales o focalizados, por ejemplo, así como un Estado que sólo se dedique a las funciones de defensa, seguridad y justicia.

Ahora, la consagración de un Estado “social” de Derecho, entendido en su versión bolivariana, no permite que nadie excepto el propio Estado atienda las necesidades sociales. La izquierda radical en Chile defiende este modelo, en el que el Estado tiene el control absoluto de estos servicios. Desde su perspectiva, cualquier participación del sector privado en estos ámbitos se considera una amenaza para la equidad y la justicia social. Esta visión excluye la idea de la derecha de permitir que actores privados presten dichos servicios, socavando así la diversidad y la competencia que podría existir. No sólo contradice el principio de la subsidiariedad vigente en Chile desde hace décadas. Lleva, con el correr del tiempo, a un Estado que se expande hasta colonizar la casi totalidad de las esferas de la existencia, tanto pública como privada, aprendiendo a disimular su talante coercitivo bajo una máscara benéfica. Va en busca de una legitimidad que le autorice a inmiscuirse en la mayor cantidad de espacios posibles. Es el Ogro filantrópico al que se refería Octavio Paz. La expansión del Estado se hace a costa de la sociedad, es decir, de aquello que no es Estado. Los contrapesos al poder se debilitan y el Dios mortal -según la categórica definición de Hobbes- se transmuta en un ídolo intocable que exige formas de adoración que lindan con el servilismo. Pero la idolatría es incompatible con la libertad, especialmente con la libertad política. Por ello, un Estado “social” de Derecho que monopolice la provisión de bienes sociales como pretende la izquierda radical y viene tratando de imponer, es insostenible en Chile.

El Estado debe compatibilizar su accionar con las libertades fundamentales de los chilenos, que son previas a su existencia. La libertad de asociación, la libertad de conciencia, el derecho de los padres a elegir la educación de sus hijos, no pueden quedar subordinados al accionar del Estado. Ni las personas, ni ellas obrando a través de asociaciones pueden quedar excluidas de la salud, la educación o las pensiones, ni quedar subordinadas a los designios del Estado. Si esta fuera la exigencia de la izquierda minoritaria está claro que el acuerdo no podría lograrse.

Cuidado del medio ambiente y la conservación de la naturaleza

Otro ejemplo de tolerancia frente a la minoría de la izquierda podría ensayarse con el borde que establece “consagrar el cuidado y la conservación de la naturaleza y su biodiversidad”. Una postura constitucional compatible con la República permitiría abordar la resolución de los problemas medioambientales mediante el conocimiento científico, el avance tecnológico y el desarrollo económico, con libres acuerdos que fomenten la eficiencia de los medios de transporte y plantas de energía, y la correcta asignación y defensa de derechos éticos de propiedad que impidan las agresiones contaminantes. Sin embargo, si la visión que se exige incorporar sólo abogara por la neutralidad de la huella humana sin explicar ni cómo se lograría, ni las eventuales consecuencias de semejante propuesta, no podría ser aceptada por la mayoría porque el crecimiento de la prosperidad y de las condiciones de vida de las que gozamos está ligado a la disponibilidad de energía barata y esto significa combustibles fósiles. Antes de los combustibles fósiles, la esperanza de vida era inferior a 30 años y la humanidad era en un 80% pobre. Sacar a la gente de la pobreza y lograr que gocen de la vida moderna requiere la energía del gas, del petróleo y del carbón. En consecuencia, imponer un recambio drástico hacia ninguna parte es condenar a Chile a la miseria que había dejado en el pasado.

El pasado reciente de Chile

En el marco de esta discusión, es bueno recordar por dónde ha estado transitando el país recientemente. Producidas en 2019 protestas en la calle por cuestiones de cariz económico -que mejor se explican por el estancamiento en el que se encuentra el país en los últimos diez años como consecuencia del accionar de la misma clase política- su liderazgo lo asumen quienes ejercen la violencia revolucionaria con denuedo. Desde la izquierda se dice que lo que pide el pueblo, que son ellos, es una nueva Constitución. Nunca se mencionó a la Constitución en las primeras protestas. Pero la izquierda chilena introduce su proyecto político como si fuera de todos: una nueva Constitución. Dicen que la anterior no vale porque es la Constitución de Pinochet. Parece una exageración achacar a Pinochet el éxito, durante más de tres décadas, del fabuloso progreso que se vivió. Pero la izquierda insiste en su mensaje. Por supuesto, el mensaje es falso. La Constitución de 1990 se ha reformado más de una cincuentena de veces, y su éxito se lo debe a Pinochet no más que en una pequeña parte. La Constitución ha sido lo suficientemente flexible como para adaptarse sin que ello suponga ningún problema añadido a las refriegas políticas del momento.

Sebastián Piñera se acobardó ante las protestas, quiso aplacarlas asumiendo el discurso de la izquierda, y volcó sobre el sistema político que le había hecho Presidente dos veces toda la responsabilidad del malestar. Se abrió entonces un proceso constituyente, con una Convención en manos de la izquierda. Representantes de no se sabe quién todavía volcaron sobre el texto las reivindicaciones más peregrinas. De lo poco que quedaba en claro del nuevo texto era el rechazo frontal al modelo que había dado al pueblo chileno un camino hacia la estabilidad política y la prosperidad económica. La nueva Constitución, que no había sido pedida por el pueblo, que la izquierda introdujo de cuña en el debate público, que la propia izquierda elaboró desde la Convención, casi toda ella en sus manos, fue finalmente rechazada.

El país ha repetido el proceso de selección de constituyentes, ahora bajo la presidencia del Presidente más izquierdista desde 1990: Gabriel Boric. Llamado a elegir una cámara constitucional de 51 representantes, 33 fueron para la derecha. La centroderecha controla dos quintos de la cámara, lo que le otorga un control casi total de la redacción final de la Constitución.

La impresión que queda es que Chile no quiere un nuevo texto constitucional revolucionario. Por tanto, si la centroderecha propone a los chilenos un modelo como el actual, con unos pocos cambios, tendrá el respaldo de la mayoría de la sociedad. Todo otro camino parece destinado al fracaso. Pero sí ha cambiado algo fundamental en los últimos tiempos. La ultraizquierda, que se ha visto tan cerca de convertir a Chile en Bolivia, no va a aceptar una nueva Constitución plenamente democrática. Y esperarán el momento oportuno para lograr de nuevo el asalto. Ese es el límite de la tolerancia que la derecha debería aceptar, ahora y siempre. Nunca más la violencia.

/Escrito para El Líbero por Eleonora Urrutia Abogado, máster en Economía y Ciencias Políticas